Ser padres
“Tener hijos no lo convierte a uno en padre, del mismo modo en que tener un piano no lo vuelve pianista.” (Michael Levine)
ANTES DE QUE ELLOS CREZCAN
Hay un período cuando los padres quedan huérfanos de sus hijos.
Es que los niños crecen independientes de nosotros, como árboles murmurantes y pájaros imprudentes. Crecen sin pedir permiso a la vida. Crecen con una estridencia alegre y, a veces, con alardeada arrogancia. Pero no crecen todos los días, de igual manera, crecen de repente.
Un día se sientan cerca tuyo en la terraza y te dicen una frase con tal naturalidad que sientes que no puedes más ponerle pañales a aquella “criatura”. ¿Dónde fue que anduvo creciendo aquella insignificancia que no percibiste? ¿Dónde quedaron los juegos de la plaza, las fiestitas de cumpleaños con payasos, los juguetes preferidos?...
El niño crece en un ritual de obediencia orgánica y desobediencia civil. Ahora estás allí, en la puerta del boliche, esperando que él/ella no solo crezca, sino que aparezca. Allí están muchos padres al volante, esperando que salgan zumbando sobre patines y cabellos largos y sueltos.
Allí están nuestros hijos, entre hamburguesas y gaseosas en las esquinas, con el uniforme de su generación, e incómodas mochilas de moda en los hombros.
Allí estamos, con los cabellos casi emblanquecidos. Esos son los hijos que conseguimos generar y amar a pesar de los golpes de los vientos, de las cosechas, de las noticias y de la dictadura de las horas.
Ellos crecieron medio amaestrados, observando y aprendiendo con nuestros errores y aciertos. Principalmente con los errores que esperamos que no repitan.
Hay un período en que los padres van quedando un poco huérfanos de los propios hijos..., ya no los buscaremos más en las puertas de los boliches y de las fiestas. Paso el tiempo del fútbol, hockey, inglés, natación y guitarra. Salieron del asiento de atrás y pasaron al volante de sus propias vidas.
Deberíamos haber ido más junto a su cama al anochecer, para escuchar su alma respirando conversaciones y confidencias entre las sábanas de la infancia y los adolescentes cubrecamas de aquellas piezas llenas de calcomanías, posters, agendas coloridas y discos ensordecedores.
No los llevamos lo suficiente al cine, a los juegos, no les dimos suficientes hamburguesas y bebidas, no les compramos todos los helados y ropas que nos hubiera gustado comprarles.
Ellos crecieron, sin que agotásemos con ellos todo nuestro afecto. Al principio fueron al campo o fueron a la playa entre discusiones, galletitas, congestionamiento, Navidades, Pascuas, piletas y amigos. Sí que había peleas dentro del auto, la pelea por la ventana, los pedidos de chicles y reclamos sin fin. Después llego el tiempo en que viajar con los padres comenzó a ser un esfuerzo, un sufrimiento, pues era imposible dejar el grupo de amigos y primeros enamorados.
Los padres quedaban exiliados de los hijos. Tenían la tranquilidad que siempre desearon, pero de repente, morían de nostalgia de aquellas “pestes”. Llega el momento en que solo nos resta quedar mirando desde lejos, alentando y rezando mucho (en ese tiempo, si nos habíamos olvidado, recordamos cómo rezar) para que escojan bien en la búsqueda de la felicidad, y que la conquisten del modo más completo posible.
El secreto es esperar...
En cualquier momento nos pueden dar nietos. El nieto es la hora del cariño ocioso y la picardía no ejercida en los propios hijos, y que no puede morir con nosotros. Por eso, los abuelos son tan desmesurados y distribuyen tan incontrolable cariño. Los nietos son la última oportunidad de reeditar nuestro afecto. Por eso es necesario hacer algunas cosas adicionales..., ANTES QUE ELLOS CREZCAN.
Así somos; sólo aprendemos a ser hijo después que somos padres, sólo aprendemos a ser padres después que somos abuelos. En fin, sólo aprendemos a vivir después que ya hemos vivido.
CARTA DE UN HIJO A TODOS LOS PADRES DEL MUNDO
1. - No me des todo lo que pido. A veces sólo pido para ver hasta cuánto puedo alcanzar.
2. - No me grites. Te respeto menos cuando lo haces, y me enseñas a gritar a mí también, y yo no quiero hacerlo.
3. - No des siempre órdenes. Si en vez de órdenes, a veces me pidieras las cosas, yo lo haría más rápido y con más gusto.
4. - Cumple las promesas, buenas o malas. Si me prometes un premio, dámelo, pero también si es un castigo.
5. - No me compares con nadie, especialmente con mi hermano o hermana. Si tú me haces lucir mejor que los demás alguien va a sufrir, y si me haces lucir peor que los demás seré yo quien sufra.
6. - No cambies de opinión tan a menudo sobre lo que debo hacer. Decídete y mantén esa decisión.
7. - Déjame valerme por mi mismo. Si tú haces todo por mí, yo nunca podré aprender.
8. - No digas mentiras delante de mí, ni me pidas que las diga por ti, aunque sea para sacarte de un apuro. Me haces sentir mal y perder la fe en lo que me dices.
9. - Cuando estás equivocado en algo, admítelo y crecerá la opinión que yo tengo de ti. Esto me enseñara a admitir mis equivocaciones también.
10.- Cuando te cuente un problema mío, no me digas “no tengo tiempo para tonterías” o “eso no tiene importancia”. Trata de comprender y ayudarme. Quiéreme y dímelo. A mí me gusta oírtelo, aunque tú no creas necesario decírmelo.
11.- Trátame con la misma amabilidad y cordialidad con que tratas a tus amigos, ya que porque seamos familia eso no quiere decir que no podemos también respetarnos.
12.- No me digas que haga una cosa y tú no la haces. Yo aprenderé y haré siempre lo que tú hagas, aunque no lo digas, pero difícilmente haga lo que tú dices y no haces.
GRACIAS. SIEMPRE LOS QUERRÉ.
CARTA DE UN PADRE A SU HIJO
Era una mañana como cualquier otra. Yo, como siempre, me hallaba de mal humor. Te reté porque estabas tardando demasiado en desayunar, te grité porque no parabas de jugar con los cubiertos y te reprendí porque masticabas con la boca abierta. Comenzaste a refunfuñar y entonces derramaste la leche sobre tu ropa. Furioso, te levanté de los pelos y te empujé violentamente para que fueras a cambiarte de inmediato.
Camino a la escuela no hablaste. Sentado en el asiento del auto llevabas la mirada perdida. Te despediste de mí tímidamente y yo solo te advertí que no te portaras mal.
Por la tarde, cuando regresé a casa después de un día de mucho trabajo, te encontré jugando en el jardín. Llevabas puestos unos pantalones nuevos y estabas sucio y mojado. Frente a tus amiguitos te dije que debías cuidar la ropa y los zapatos, que parecía no interesarte mucho el sacrificio de tus padres para vestirte. Te hice entrar a la casa para que te cambiaras de ropa y mientras marchabas delante de mí te indiqué que caminaras erguido.
Más tarde continuaste haciendo ruido y corriendo por toda la casa. A la hora de cenar arrojé la servilleta sobre la mesa y me puse de pie furioso porque no parabas de jugar. Con un golpe sobre la mesa grité que no soportaba más ese escándalo y subí a mi cuarto.
Al poco rato mi ira comenzó a apagarse. Me di cuenta de que había exagerado mi postura y tuve el deseo de bajar para darte una caricia, pero no pude. ¿Cómo podía un padre, después de hacer tal escena de indignación, mostrarse arrepentido? Luego escuché unos golpecitos en la puerta. “Adelante” dije, adivinando que eras tú.
Abriste muy despacio y te detuviste indeciso en el umbral de la habitación. Te miré con seriedad y pregunté: ¿Te vas a dormir?, ¿vienes a despedirte? No contestaste. Caminaste lentamente con tus pequeños pasitos y sin que me lo esperara, aceleraste tu andar para echarte en mis brazos cariñosamente. Te abracé y con un nudo en la garganta percibí la ligereza de tu cuerpito. Tus manos pequeñas rodearon fuertemente mi cuello y me diste un beso suavemente en la mejilla. Sentí que mi alma se quebrantaba. “Hasta mañana, papi”, me dijiste.
¿Qué es lo que estaba haciendo? ¿Por qué me desesperaba tan fácilmente? Me había acostumbrado a tratarte como a una persona adulta, a exigirte como si fueras igual a mí y ciertamente no eras igual. Tú tenías unas cualidades de las que yo carecía: eras legítimo, puro, bueno y sobre todo, sabías demostrar amor. ¿Por qué me costaba tanto trabajo? ¿Por qué tenía el hábito de estar siempre enojado? ¿Qué es lo que me estaba aburriendo? Yo también fui niño. ¿Cuándo fue que comencé a contaminarme?
Después de un rato, entré a tu habitación y encendí una lámpara con cuidado. Dormías profundamente. Tu hermoso rostro estaba ruborizado, tu boca entreabierta, tu frente húmeda, tu aspecto indefenso como el de un bebé. Me incliné para rozar con mis labios tu mejilla, respiré tu aroma limpio y dulce. No pude contener el sollozo y cerré los ojos. Una de mis lágrimas cayó en tu piel. No te inmutaste. Me puse de rodillas y te pedí perdón en silencio. Te cubrí cuidadosamente con la frazada y salí de la habitación.
Si Dios me escucha y te permite vivir muchos años, algún día sabrás que los padres no somos perfectos, pero sobre todo, ojalá te des cuenta de que, pese a todos mis errores, te amo más que a mi vida.
CARTA DE UN PADRE MAYOR A SU HIJO
Cuando pasen en mí los años, y en apariencia ya no sea el mismo, y me vuelva torpe en mis movimientos, tenme paciencia, recuerda las horas que pasé enseñándote a hacer las mismas cosas que hoy, yo no puedo resolver solo.
Cuando me veas perdido frente a toda la tecnología que me cuesta tanto
entender, dedícame tu tiempo, recuerda que fui yo quien te enseñó las cosas más simples para enfrentar la vida.
Si te repito las mismas historias, aunque ya sepas el final, escúchame. Cuando eras chico, tuve que contarte cientos de veces el mismo cuento para que te durmieras. Y si mientras conversamos me olvido de lo que estamos hablando,
dame tiempo para recordar, y si no puedo hacerlo, comprende que tal vez no es importante lo que conversamos, sino que para mí lo importante es que me escuches, y estar juntos.
Cuando me fallen mis piernas, dame tu mano para apoyarme, como yo lo hice cuando comenzaste a dar tus primeros pasos. Dame tu cariño, compréndeme y apóyame, como yo lo hice desde el momento en que naciste.
Siempre quise lo mejor para ti, y sé como tú me quisiste y me admiraste.
Hoy, soy yo quien está orgulloso al ver cómo enfrentas la vida, al ver quién eres.
Cuando pasen en mí los años, así como te he acompañado yo, acompáñame tú hacia donde me lleva el camino. Cuando pasen en mí los años, sigamos caminando juntos.
COMER EN FAMILIA
(Alfonso Llano Escobar, S.J.)
Comer, como tantas otras necesidades de nuestro cuerpo, se puede satisfacer de varias maneras: a solas, como mera necesidad fisiológica; socialmente, ajustándose a las normas de la urbanidad; finalmente, en familia, como cristianos, como conviene a hijos de Dios que saben y confiesan que el Padre del cielo es quien nos da el pan nuestro de cada día.
Comer es una necesidad de nuestro organismo. La auténtica tradición judeocristiana le encontrará a la necesidad orgánica de comer una forma que satisface los tres niveles: el orgánico, el social y el cristiano: comer en familia. Es casi un sacramento, vale decir, una forma de hacer presente a Jesús resucitado en medio de nosotros. Comer en familia, al menos una vez al día, eleva esa necesidad material de comer a un acto social y cristiano; se convierte en una sinfonía de arpegios y melodías prácticamente celestiales.
Comer en familia: no se trata ya de un acto privado y egoísta de engullir rápidamente alimentos como quien en contados minutos llena el tanque de su automóvil, sino de poner en artística ejecución a la orquesta más humana y divina que haya creado Dios: la familia.
El comedor era y debería volver a serlo, el lugar más importante de la casa. El centro del hogar, que recoge bajo un mismo techo y alimenta con un mismo pan a los miembros todos de una familia. La vida moderna, con sus distancias entre oficina, colegio y hogar; sus múltiples faenas y ruidos, su caótica escala de intereses, acaba con el comedor, con la comida en familia y, lamentablemente, va acabando hasta con la familia.
Cada hogar, si quiere volver a ser tal, deberá imponerse el deber de sentarse todos los días a la mesa, por lo menos, una vez al día y, ciertamente, en fin de semana. Todos sentados al tiempo, sin afanes, radio, televisión ni computadora prendidos, sin partidos de fútbol, prensa ni revista que distraigan la atención ni el ritmo de la vida en familia. Todos sentados a la mesa aprendiendo cultura y urbanidad, oyendo las tradiciones familiares, y oyéndose mutuamente lo que cada uno hace, sufre y goza. Allí, sentados a la mesa, se deben hacer las deliberaciones y tomar las grandes y pequeñas decisiones de familia. Así, los hijos aprenden a deliberar y decidir, y a caer en la cuenta de que son importantes en la familia.
La vida en familia da seguridad a los hijos, los aparta de los vicios y las malas compañías, les ayuda a despejar sus dudas religiosas y morales, les compensa las fatigas del día. Recuerden cómo fuimos educados los que ya peinamos canas. Comimos juntos y crecimos juntos. Al calor de los "viejos" bebimos tradiciones, cultura y amor. Comimos y oramos juntos antes de lanzarnos a la vida, como hombres, a cumplir la misión que nos asignó el Señor.
CÓMO LOGRAR UNA AUTORIDAD POSITIVA
(Pablo Pascual Sorbías)
En una de las primeras charlas que di a un grupo de padres de un jardín de infantes, una madre levantó la mano y me preguntó:
-¿Qué hago si mi hijo está encima de la mesa y no quiere bajar?
-Dígale que baje, -le dije yo.
-Ya se lo digo, pero no me hace caso y no baja- respondió la madre con voz de derrotada.
-¿Cuántos años tiene el niño? -le pregunté.
-Tres años -afirmó ella.
Situaciones semejantes a ésta se presentan frecuentemente cuando tengo ocasión de comunicar con un grupo de padres. Generalmente suele ser la madre quien pone la cuestión sobre la mesa aunque estén los dos. El padre simplemente asiente, bien con un silencio cómplice, bien afirmando con la cabeza, porque el problema es de los dos, evidentemente.
¿Qué ha pasado para que en tan pocos meses una pareja de personas adultas, triunfadoras en el campo profesional y social, hayan dilapidado el capital de autoridad que tenían cuando nació el niño?
Actuaciones paternas y maternas, a veces llenas de buena voluntad, minan la propia autoridad y hacen que los niños primero y los adolescentes después no tengan un desarrollo equilibrado y feliz con la consiguiente angustia para los padres.
El padre o la madre que primero reconoce no saber qué hacer ante las conductas disruptivas de su pequeño y que, después, siente que ha perdido a su hijo adolescente, no puede disfrutar de una buena calidad de vida, por muy bien que le vaya económica, laboral y socialmente, porque ha fracasado en el "negocio" más importante: la educación de sus hijos.
¿Cuáles son los errores más frecuentes que padres, madres y educadores cometemos cuando interactuamos con los niños o adolescentes?
Antes de que siga leyendo, quiero advertirle que, posiblemente, usted, como todos -yo también- en alguna ocasión ha cometido cada uno de los errores que se apuntan a continuación. No se preocupe por ello. No es un desastre. Es lo normal en cualquier persona que intenta educar TODOS LOS DIAS. Tiene su parte positiva. Quiere decir que intenta educar, lo cual ya es mucho.
En educación, lo que deja huella en el niño no es lo que se hace alguna vez, sino lo que se hace continuamente. Lo importante es que, tras un período de reflexión, los padres y educadores consideren, en cada caso, las actuaciones que pueden ser más negativas para la educación, y traten de ponerles remedio.
Estos son los principales errores que, con más frecuencia, debilitan y disminuyen la autoridad de todo formador:
La permisividad
Es imposible educar sin intervenir. El niño, cuando nace, no tiene conciencia de lo que es bueno ni de lo que es malo. No sabe si se puede rayar en las paredes o no. Los adultos somos los que hemos de decirle lo que está bien o lo que está mal. El dejar que se ponga de pie encima del sofá porque es pequeño, por miedo a frustrarlo o por comodidad, es el principio de una mala educación. Un hijo que hace "fechorías" y su padre no le corrige, piensa que es porque su padre ni lo estima ni lo valora. Los niños necesitan referentes y límites para crecer seguros y felices.
Ceder después de decir no
Una vez que usted se ha decidido a actuar, la primera regla de oro a respetar es la del no. El no es innegociable. Nunca se puede negociar el no, y perdone que insista, pero es el error más frecuente y que más daño hace a los niños. Cuando usted vaya a decir “no” un niño, piénselo bien, porque no hay marcha atrás. Si usted le ha dicho a su hijo que hoy no verá la televisión, porque ayer estuvo más tiempo del que debía y no hizo los deberes, su hijo no puede ver la televisión aunque le pida de rodillas y por favor, con cara suplicante, llena de pena, otra oportunidad. Hay niños tan entrenados en esta parodia que podrían enseñar mucho a las estrellas del cine y del teatro.
En cambio, el sí, sí se puede negociar. Si usted piensa que el niño puede ver la televisión esa tarde, negocie con él qué programa y cuánto rato.
El autoritarismo
Es el otro extremo del mismo palo que la permisividad. Es intentar que el niño/a haga todo lo que el padre quiere anulándole su personalidad. El autoritarismo sólo persigue la obediencia por la obediencia. Su objetivo no es una persona equilibrada y con capacidad de autodominio, sino hacer una persona sumisa, esclavo sin iniciativa, que haga todo lo que dice el adulto. Es tan negativo para la educación como la permisividad.
Falta de coherencia
Ya hemos dicho que los niños han de tener referentes y límites estables. Las reacciones del padre/madre han de ser siempre dentro de una misma línea ante los mismos hechos. Nuestro estado de ánimo ha de influir lo menos posible en la importancia que se da a los hechos. Si hoy está mal rayar en la pared, mañana también.
Igualmente es fundamental la coherencia entre el padre y la madre. Si el padre le dice a su hijo que se ha de comer con los cubiertos, la madre le ha de apoyar, y viceversa. No debe caer en la trampa de: "Déjalo que coma como quiera, lo importante es que coma".
Gritar. Perder los estribos
A veces es difícil no perderlos. De hecho, todo educador sincero reconoce haberlos perdido alguna vez en mayor o menor medida. Perder los estribos supone un abuso de la fuerza que conlleva una humillación y un deterioro de la autoestima para el niño. Además, a todo se acostumbra uno. El niño también a los gritos a los que cada vez hace menos caso. “Perro que ladra no muerde”.
Al final, para que el niño hiciera caso, habría que gritar tanto que ninguna garganta humana está concebida para alcanzar la potencia de grito necesaria para que el niño reaccionase.
Gritar conlleva un gran peligro inherente. Cuando los gritos no dan resultado, la ira del adulto puede pasar fácilmente al insulto, la humillación e incluso los malos tratos psíquicos y físicos, lo cual es grave. Nunca debemos llegar a este extremo. Si los padres se sienten desbordados, deben pedir ayuda: tutores, psicólogos, escuelas de padres, etc.
No cumplir las promesas ni las amenazas
El niño aprende muy pronto que cuanto más promete o amenaza un padre/madre o un profesor, menos cumple lo que dicen. Cada promesa o amenaza no cumplida es un jirón de autoridad que se queda por el camino. Las promesas y amenazas deber ser realistas, es decir fáciles de aplicar. Un día sin tele o sin salir, es posible. Un mes es imposible.
No negociar
No negociar nunca implica rigidez e inflexibilidad. Supone autoritarismo y abuso de poder, y por lo tanto incomunicación. Un camino ideal para que en la adolescencia se rompan las relaciones entre los padres y los hijos.
No escuchar
Dodson dice en su libro “El arte de ser padres”, que una buena madre -hoy también podemos decir un educador- es la que escucha al niño aunque esté hablando por teléfono. Muchos padres se quejan de que sus hijos no los escuchan. Y el problema es que ellos no han escuchado nunca a sus hijos. Los han juzgado, evaluado y les han dicho lo que habían de hacer, pero escuchar... nunca.
Exigir éxitos inmediatos
Con frecuencia, los padres y educadores tienen poca paciencia con sus niños. Querrían que fueran los mejores... ¡ya! Con los hijos olvidan que nadie ha nacido enseñado. Y todo requiere un periodo de aprendizaje con sus correspondientes errores. Esto que admiten en los demás no pueden soportarlo cuando se trata de sus hijos, en los que sólo ven las cosas negativas y que, lógicamente, "para que el niño aprenda" se las repiten una y otra vez.
Sin embargo, una vez que sabemos lo que hemos de evitar, algunos consejos y "trucos" sencillos pueden aligerar este problema, ofrecer un desarrollo equilibrado a los hijos y proporcionar paz a las personas y al hogar. Estos consejos sólo requieren, por un lado, el convencimiento -muy importante- de que son efectivos y, por otro, llevarlas a la práctica de manera constante y coherente.
Algunas de estas técnicas ya han sido comentadas al hablar de los errores, y ya no insistiré en ellas. Me limitaré a enunciar brevemente, actuaciones concretas y positivas que ayudan a tener prestigio y autoridad positiva:
Tener unos objetivos claros de lo que pretendemos cuando educamos
Es la primera condición sin la cual podemos dar muchos palos de ciego. Estos objetivos han de ser pocos, formulados y compartidos por la pareja, de tal manera que los dos se sientan comprometidos con el fin que persiguen. Requieren tiempo de comentario, incluso, a veces, papel y lápiz para precisarlos y no olvidarlos. Además deben revisarse si sospechamos que los hemos olvidado o ya se han quedado desfasados por la edad del niño o las circunstancias familiares.
Enseñar con claridad cosas concretas
Al niño no le vale decir "sé bueno", "pórtate bien" o "come bien". Estas instrucciones generales no le dicen nada. Lo que sí le vale es darle con cariño instrucciones concretas de cómo se toma el tenedor y el cuchillo, por ejemplo.
Dar tiempo de aprendizaje
Una vez que hemos dado las instrucciones concretas y claras, las primeras veces que las pone en práctica, necesita atención y apoyo mediante ayudas verbales y físicas, si es necesario. Son cosas nuevas para él y requiere un tiempo y una práctica guiada.
Valorar siempre sus intentos y sus esfuerzos por mejorar, resaltando lo que hace bien y pasando por alto lo que hace mal
Pensemos que lo que le sale mal no es por fastidiarnos, sino porque está en proceso de aprendizaje. Al niño, como al adulto, le encanta tener éxito y que se lo reconozcan.
Dar ejemplo para tener fuerza moral y prestigio
Sin coherencia entre las palabras y los hechos, jamás conseguiremos nada de los hijos. Antes, al contrario, les confundiremos y les defraudaremos. Un padre no puede pedir a su hijo que haga la cama si él no la hace nunca.
Confiar en nuestro hijo
La confianza es una de las palabras clave. La autoridad positiva supone que el niño tenga confianza en los padres. Es muy difícil que esto ocurra si el padre no da ejemplo de confianza en el hijo.
Actuar y huir de los discursos
Una vez que el niño tiene claro cual ha de ser su actuación, es contraproducente invertir el tiempo en discursos para convencerlo. Los sermones tienen un valor de efectividad igual a 0. Una vez que el niño ya sabe qué ha de hacer, y no lo hace, actúe consecuentemente y aumentará su autoridad.
Reconocer los errores propios
Nadie es perfecto, los educadores tampoco lo son. El reconocimiento de un error por parte de los padres da seguridad y tranquilidad al niño/a y le anima a tomar decisiones aunque se pueda equivocar, porque los errores no son fracasos, sino equivocaciones que nos dicen lo que debemos evitar. Los errores enseñan cuando hay espíritu de superación en la familia.
Todas estas recomendaciones pueden ser muy válidas para tener autoridad positiva, o ser totalmente ineficaces e incluso negativas. Todo depende de dos factores, que si son importantes en cualquier actuación humana, en la relación con los hijos son absolutamente imprescindibles: amor y sentido común.
Educar es estimar, decía Alexander Galí. El amor hace que las técnicas no conviertan la relación en algo frío, rígido e inflexible y, por lo tanto, superficial y sin valor a largo plazo. El amor supone tomar decisiones que a veces son dolorosas, a corto plazo, para los padres y para los hijos, pero que después son valoradas de tal manera que dejan un buen sabor en la boca y un bienestar interior en los hijos y en los padres.
El sentido común es lo que hace que se aplique la técnica adecuada en el momento preciso y con la intensidad apropiada, en función del niño, del adulto y de la situación en concreto. El sentido común nos dice que no debemos matar moscas a cañonazos ni leones con alfileres. Un adulto debe tener sentido común para saber si tiene delante una mosca o un león. Si en algún momento tiene dudas, debe buscar ayuda para tener las ideas claras antes de actuar.
CUANDO PENSABAS QUE NO TE VEIA, PAPÁ
Cuando pensabas que no te veía, te vi pegar mi primer dibujo en la heladera, e inmediatamente quise pintar otro.
Cuando pensabas que no te veía, te vi arreglar de todo en nuestra casa para que fuese agradable vivir en ella, estando pendiente de detalles, y entendí que las pequeñas cosas son algo especial en la vida.
Cuando pensabas que no te veía, te escuché pedirle a Dios y supe que existía un Dios con quien podía hablar y confiar.
Cuando pensabas que no te veía, te vi preocuparte por tus amigos sanos y enfermos y aprendí que todos debemos ayudarnos y cuidarnos unos a otros.
Cuando pensabas que no te veía, te vi dar tu tiempo y dinero para ayudar a personas que no tenían nada y aprendí que aquellos que tienen algo deben compartirlo con quienes no tienen.
Cuando pensabas que no te veía, te sentí darme un beso por la noche y me sentí amado y seguro.
Cuando pensabas que no te veía, vi cómo cumplías con tus responsabilidades, aún cuando no te sentías bien, y aprendí que debo ser responsable cuando crezca.
Cuando pensabas que no te veía, vi lágrimas salir de tus ojos y aprendí que algunas veces las cosas duelen, y que está bien llorar.
Cuando pensabas que no te veía, me di cuenta que yo te importaba y quise ser todo lo que puedo llegar a ser.
Cuando pensabas que no te veía, aprendí casi todas las lecciones de la vida que necesito saber para ser una persona buena y productiva cuando crezca.
Cuando pensabas que no te veía, te vi y quise decir: ¡gracias por todas las cosas que vi, cuando pensabas que no te veía!
Tu hijo
DECÁLOGO DEL NIÑO
1. Mis manos son pequeñas; por favor, no esperes perfección cuando tiendo la cama, hago un dibujo, o lanzo una pelota. Mis piernas son pequeñas; por favor, caminá más lento para que pueda ir junto a vos.
2. Mis ojos no han visto el mundo como vos lo has visto; por favor, dejame explorarlo, no me restrinjas innecesariamente.
3. El trabajo siempre estará allí. Yo seré pequeño sólo por un corto tiempo; por favor, tomate un tiempo para explicarme las cosas maravillosas de este mundo, haciéndolo con gusto.
4. Mis sentimientos son frágiles; por favor, estate pendiente de mis necesidades; no me retes todo el día. (A vos no te gustaría ser regañado por ser tan estricto). Tratame como te gustaría a vos ser tratado.
5. Soy un regalo especial de Dios; por favor, atesorame como Dios quiso que lo hicieras, respetando mis acciones, dándome principios con los cuales pueda vivir y enseñándome la disciplina amorosamente.
6. Necesito tu apoyo y entusiasmo, no tus críticas, para crecer. Por favor no seas tan estricto; podés criticar las cosas que hago sin criticarme a mí.
7. Por favor, dame libertad para tomar decisiones propias. Permitime que me equivoque, para que pueda aprender de mis errores. Así algún día estaré preparado para tomar las decisiones que la vida requiera de mí.
8. Por favor, no hagas todo por mí. De alguna forma eso me hace sentir que mi capacidad no cumple con tus expectativas. Yo sé que es difícil, pero dejá de compararme con mi hermano o hermana.
9. No temas alejarte de mí por un fin de semana. Los niños necesitamos vacaciones de los padres, así como los padres necesitan vacaciones de sus hijos.
10. Llevame a la Iglesia regularmente, dándome el ejemplo. Yo disfruto aprendiendo más sobre Dios.
EL CAPULLO
Un día, una pequeña abertura apareció en un capullo. Un hombre se sentó y observó a la mariposa por varias horas, cómo ella se esforzaba para que su cuerpo pasara a través de aquel pequeño espacio. En un momento, parecía que se había dado por vencida pues no se veía ningún movimiento y no se observaba ningún progreso. Parecía que había hecho todo lo que podía y aun así no conseguía salir. Entonces el hombre decidió ayudarla. Tomó una tijera y con ella cortó el capullo para que la mariposa pudiese salir.
La mariposa salió con una gran facilidad. Pero su cuerpo estaba atrofiado, muy pequeño y con las alas maltratadas. El hombre continuó observando a la mariposa porque esperaba que en cualquier momento sus alas se fortalecieran, se abrieran con fuerza y fueran capaces de soportar su peso afirmándose con el tiempo. Pero nada de eso pasó.
En realidad, la mariposa pasó el resto de su vida arrastrándose con el
cuerpo atrofiado y con las alas maltratadas y encogidas. Nunca fue capaz de volar.
Lo que el hombre en su gentileza y deseo de ayudar, no comprendía era
que el capullo apretado y el esfuerzo necesario para salir por el pequeño agujero era el modo en que el fluido del cuerpo de la mariposa vaya hacia sus alas de modo que estuviera lista para volar una vez que hubiese salido del capullo. El hombre quiso proteger a la mariposa, pero terminó sobreprotegiéndola.
Algunas veces es el esfuerzo lo que justamente necesitamos en nuestras vidas. Si Dios nos dejase pasar por la vida sin ningún esfuerzo, sin ningún obstáculo, nos dejaría incapacitados. No seríamos tan fuertes como podríamos haber sido. Nunca podríamos volar.
EN EL DÍA DE LA MADRE
En el día de la madre, la tele nos bombardea una semana con imágenes de electrodomésticos y de mujeres con chicos en los brazos y frases de posters. Mentiras. Las mamás no somos abnegadas amantes del sacrifico y aguerridas guerreras que todo lo pueden. Las mamás lloramos abrazadas a la almohada cuando nadie nos ve, pedimos la peridural en el parto y puteamos en 17 idiomas cuando tenemos que poner el despertador a las 5 de la mañana para ir a buscarlos a una fiesta.
Cuando les decimos que no se peleen con ese compañerito que les dice enanos o cuatro ojos, y les damos toda clase de explicaciones conciliatorias, en realidad querríamos tener el cogote del pequeño verdugo entre nuestras manos. Y también pensamos que la vieja de geografía es un mal bicho cuando les baja la nota porque no saben cuantos metros mide el Aconcagua, que al final, a quién cuernos le importa. Pero no lo podemos decir. No es que nos encante pasarnos horas en la cocina tratando de que el pescado no tenga gusto a pescado y disimulando las verduras en toda clase de brebajes en lugar de tirar una hamburguesa a la plancha... Es que tenemos miedo de que no crezcan como se debe. No es que nos preocupe realmente que se pongan o no un saquito... Es que tenemos miedo de que se enfermen. No es que los queramos más cuando se bañan... Es que no queremos que nadie les diga roñosos. No lo hacemos por ustedes. Lo hacemos por nosotras.
Porque ser una mamá no tiene que ver con embarazos, pañales y sonrisas de aspirinetas. Tiene que ver con querer a alguien más que a una misma. Con ser capaz de cualquier cosa con tal de que ustedes no sufran. NADA, nunca, jamás. Ustedes nos hacen felices..., cuando les encantan nuestras milanesas, o cuando nos consideran sabias por contestar todas las preguntas de los concursos de la tele. Cuando vienen llorando a gritos porque se rasparon la rodilla y nos dan la posibilidad de darles consuelo y curitas. Ustedes nos hacen mejores. Nos dan ganas y fuerzas. Nos comeríamos un gurka crudo antes de que les toque un dedito del pie. Nos lavamos la cara y salimos del baño con una sonrisa de oreja a oreja para hacerles saber que la vida es buena, aunque nos vaya como el reverendo... Cantamos las canciones de Floricienta y vemos Operación Triunfo y escuchamos a Los Piojos y compramos Nopucid y repasamos 500 veces la tabla del 2 y arreglamos el carburador para llevar a los pibes al fútbol. Y armamos 24 bolsitas con anillitos y pulseritas y tratamos de que la torta parezca una obra de arte y nos buscamos otro trabajo y sacamos créditos y nos compramos libros y vamos al psiquiatra y al pediatra y a los videos y negociamos con los maestros y los acreedores y recortamos figuritas y nos ponemos lindas y nos enojamos y nos reímos y nos salimos de quicio y nos convertimos en la bruja y la princesa de todos los cuentos... Para verlos felices.
VERLOS FELICES ES LO QUE NOS HACE FELICES.
Ojalá pudiéramos pegar el mundo con cinta scotch (como el velador que cayó en combate en la última guerra del pijama party), para que fuera un lugar mejor para ustedes.
GRACIAS POR SER SU MAMÁ. GRACIAS POR HACERME TAN IMPORTANTE.
Gracias, por esas porquerías que hacen en el colegio con corchitos y escarbadientes (que casi nunca entiendo para qué sirven pero guardo religiosamente), gracias por los abrazos, los besos, las lágrimas, los dientes de leche, las cartitas, el antibiótico de tantas noches sin dormir, los boletines, las fotos de la primaria... Son mis mejores medallas.
Gracias porque LOS AMO. Y ese, es el amor que me hace grande. Lo demás, es marketing.
HISTORIA DE UN PADRE
(Carlos Devis)
Mi papá murió hace 5 años. Partió amargado y solitario. Se fue de la casa cuando yo tenía 14 años, alegando que quería vivir su propia vida. Lo hizo a pesar de que no teníamos qué comer.
Fue alcohólico, aunque decía que podía dejar de tomar en cualquier momento. Nunca me abrazó porque los hombres no se demuestran ternura. No jugó conmigo ni con mis hermanos porque eso es asunto de mamás. No sabía nada de mí, pero cuando yo cometía un error, era implacable conmigo. Decía que trabajaba para su familia, sin embargo en la práctica éramos la última de sus prioridades.
Durante años lo resentí. Marqué con ese rencor todas mis ilusiones e hice más frustrantes mis desilusiones.
Un día me casé con una mujer maravillosa y me prometí que no iba a ser como él. Pensaba que ser buen padre era tratar bien a los míos, darles lo que pudiera y estar con ellos cuando me necesitaran.
Un día le pregunté a mi esposa porqué mis hijos no me hacían caso a mí, sino a ella. Quería averiguar porqué los niños no disfrutaban estando conmigo.
-¿Sabes? -me respondió.- Cuando estás con ellos lo haces más porque es tu responsabilidad y no por que sea tu privilegio. Tus hijos van a disfrutar de ti sólo cuando tú disfrutes de ellos.
Me di cuenta que era tanto mi resentimiento y mi deseo de ser diferente a mí papá que me estaba pareciendo a él. Mi padre no estaba en la casa por borracho y yo por responsable. Él era lejano porque los niños eran cosa de mujeres y yo porque quería ser estricto y educarlos bien.
Entonces comencé a descubrir las maravillas de pasar el tiempo con mis hijos, a jugar con ellos, a integrarme a su vida. Dejé de intentar que ellos fueran como yo esperaba, y empecé a apreciar más lo que ellos eran. Me permití inspirarme con su alegría y espontaneidad. Caí en cuenta de que yo podía crecer con ellos. Ya no me esforzaba por ser el adulto que lo sabía todo, más bien me inclinaba a ser más la persona que quiere enseñar, pero que también está dispuesta a aprender. Que no sólo sabe dar, sino que sabe recibir.
Esto no ha sido fácil. Aún me descubro autoritario, lejano, rígido, impulsivo. Entonces recuerdo que eso no es lo que soy y me abro de nuevo al regalo de la vida, de los míos, de mi esposa y de mis hijos. Hoy, día del padre, celebro mi oportunidad de ser padre, los abrazos de mis hijos, los ejércitos de enanos que crean caos de fantasía, que rompen nuestros esquemas a punta de sonrisas e indolencias.
La infancia de mi padre fue más dura que la mía. Le enseñaron que la vida era una carga. Él para su padre fue una carga. No conoció la ternura ni el apoyo, nadie se sintió orgulloso de él y él tampoco aprendió a sentirse orgulloso de sí mismo.
Papá, antes de que te fueras hubiera querido decirte que, para mí, al igual que para ti, ser un niño no fue fácil, pero es más difícil ser adulto si encadeno mi vida y la de los míos a los rencores y a los fantasmas del pasado. Quiero perdonarte, darte la libertad en mi corazón de ser un buen padre, reconocer que a tu manera hiciste lo mejor que pudiste con tu vida.
Sé que sentiste el dolor de tus propios errores. No me será fácil convertir en ángeles mis fantasmas, pero abriré con determinación las puertas de la aceptación y la gratitud.
Papá, me siento orgulloso de ti, porque sin ti yo no sería lo que soy, porque tu vida me ayudó a encontrar mi camino, tu dolor me ayudó a evitar el mío, tus cualidades florecen en mí y valoro como un tesoro haberlas heredado de ti.
Hoy te invito a que te reconcilies con tu pasado, a que valores lo bueno en tu vida, a que agradezcas a quienes han aportado a lo que eres hoy. Si tienes dolor con tu padre, date el regalo de perdonar, si eres padre, por favor no te pierdas el regalo de disfrutar a tus hijos.
Cuenta una antigua leyenda que un niño que estaba por nacer le dijo a Dios:
-Me dicen que me vas a enviar mañana a la Tierra, pero ¿cómo viviré, tan pequeño e indefenso como soy?
-Entre muchos ángeles, escogí uno para ti, que te está esperando: él te cuidará.
-Pero dime: aquí en el cielo, no hago más que cantar y sonreír, eso basta para ser feliz.
-Tu ángel te cantará, te sonreirá todos los días y tú sentirás su amor y serás feliz.
-¿Y cómo entender lo que la gente me hable, si no conozco el extraño idioma que hablan los hombres?
-Tu ángel te dirá las palabras más dulces y más tiernas que puedas escuchar, y con mucha paciencia y cariño te enseñará a hablar.
-¿Y qué haré cuando yo quiera hablar contigo?
-Tu ángel juntará tus manitos y te enseñará a orar.
-He oído que en la Tierra hay hombres malos. ¿Quién me defenderá?
-Tu ángel te defenderá aún a costa de su propia vida.
-Pero estaré siempre triste porque no te veré más, Señor.
-Tu ángel te hablará de Mí y te enseñará el camino para que regreses a mi presencia, aunque Yo siempre estaré a tu lado.
En ese instante, una gran paz reinaba en el Cielo, pero ya se oían voces terrestres, y el niño, presuroso, repetía suavemente:
-Dios mío, si ya me voy, dime su nombre. ¿Cómo se llama mi ángel?
-Su nombre no importa, tú le dirás: Mamá.
LO QUE TU HIJO ADOLESCENTE DESEA OÍR DE TI
(Teresa Artola González)
¿De qué hablas con tu hijo adolescente?
Es posible que la mayor parte de las conversaciones se reduzcan a retarlo y criticarlo por su aspecto descuidado, por la hora de llegar a la casa, por las notas, por estar todo el día colgado del teléfono... Cierto es que tenemos el deber de corregir pero, si nos descuidamos, nuestra relación puede reducirse a reproches y críticas.
A pesar de su aparente desapego, de su afán por ser independiente, tu hijo adolescente espera aún mucho de ti y necesita que le transmitas una serie de mensajes. Un adolescente necesita oír de sus padres que están orgullosos de él, y no sólo cuando saca buenas notas o cuando gana el partido de fútbol, sino también cuando:
1. Se esfuerza por conseguir un objetivo, aunque no lo logre.
2. Toma sus propias decisiones.
3. Lo intenta de nuevo a pesar de haber fallado.
4. Lucha por superarse.
Debes hacer ver a tu hijo que estás orgulloso de él o de ella, a pesar de todo, porque es tu hijo. Que le aceptas y apruebas como persona, aunque en ocasiones no apruebes su comportamiento. Muchos adolescentes de hoy en día no tienen la suerte de escuchar con frecuencia este mensaje.
El segundo mensaje tiene que ver con la disponibilidad. Tu hijo necesita saber que estás ahí, disponible para cuando le haga falta, que siempre puede contar contigo. Aunque aparente que no te necesita, en los momentos difíciles necesita saber que cuenta contigo. Si no consigues transmitirle este mensaje, buscará consejo y ayuda en otros lugares. Debes estar disponible para cuando te necesite, lo que no es lo mismo que atosigarle con preguntas. Compartir la intimidad no se impone, se gana.
Otro mensaje que debe captar tu hijo es tu interés por comprenderle. Es frecuente que los adolescentes acusen a sus padres de no entenderles, de vivir en otra galaxia, de no enterarse de nada. A veces simplemente nuestro hijo está intentando manipularnos: confunde el comprender con el estar de acuerdo. Debes procurar tomarte el tiempo necesario para intentar descubrir los motivos que hay detrás de las afirmaciones de tu hijo, y escucharle poniéndote «en su pellejo» antes de formarte una opinión. Al menos tu hijo debe darse cuenta de que intentas comprenderle, respetando su personalidad, su peculiar forma de ser.
-Procurando estar al día: películas, canciones, famosos, deportes...
-Sabiendo ser flexibles en lo que no es sustancial: horarios, vestido, orden...
-Dando importancia a cada hijo individualmente: exámenes, salidas, amigos, diversiones...
-Descubriendo al hijo callado, triste enfadado...
-Sabiendo perdonar, dando una segunda oportunidad.
-Sabiendo pedir perdón cuando sea necesario: no se pierde autoridad y se gana prestigio.
Para ello es fundamental que hagas ver a tu hijo que confías en él, de esta forma le animarás a querer estar a la altura de esa confianza. No obstante, esta confianza no implica que le permitamos hacer cosas para las que aún no está preparado o que le permitamos enfrentarse a situaciones en las que el grado de riesgo es más elevado que su nivel de madurez. Debemos hacerle ver que esa confianza se irá desarrollando gradualmente a medida que él vaya adquiriendo más experiencia y nos vaya demostrando que es capaz de actuar de forma responsable.
El último mensaje, y también el más importante, que los hijos desean oír de sus padres es que lo quieren. Cuando un adolescente no está seguro del cariño de sus padres, los demás mensajes no significan nada. Necesita que le digas que le quieres y que se lo demuestres
Érase una vez una madre – así comienza esta historia encontrada en un viejo libraco de vida de monjes, y escrita en los primeros siglos de la Iglesia-. Érase una vez una madre – digo - que estaba muy apesadumbrada, porque sus dos hijos se habían desviado del camino en que ella los había educado. Mal aconsejados por sus maestros de retórica, habían abandonado la fe católica adhiriéndose a la herejía, y además se estaban entregando a una vida licenciosa desbarrancándose cada día más por la pendiente del vicio.
Y bien. Esta madre fue un día a desahogar su congoja con un santo eremita que vivía en el desierto de la Tebaida. Era éste un santo monje, de los de antes, que se había ido al desierto a fin de estar en la presencia de Dios purificando su corazón con el ayuno y la oración. A él acudían cuantos se sentían atormentados por la vida o los demonios difíciles de expulsar.
Fue así que esta madre de nuestra historia se encontró con el santo monje en su ermita, y le abrió su corazón contándole toda su congoja. Su esposo había muerto cuando sus hijos eran aún pequeños, y ella había tenido que dedicar toda la vida a su cuidado. Había puesto todo su empeño en recordarles permanentemente la figura del padre ausente, a fin de que los pequeños tuvieran una imagen que imitar y una motivación para seguir su ejemplo. Pero, hete aquí, que ahora, ya adolescentes, se habían dejado influir por las doctrinas de maestros que no seguían el buen camino y enseñaban a no seguirlo. Y ella sentía que todo el esfuerzo de su vida se estaba inutilizando. ¿Qué hacer? Retirar a sus hijos de la escuela, era exponerlos a que suspendidos en sus estudios, terminaran por sumergirse aún más en los vicios por dedicarse al ocio y la vagancia del teatro y el circo.
Lo peor de la situación era que ella misma ya no sabía qué actitud tomar respecto a sus convicciones religiosas y personales. Porque si éstas no habían servido para mantener a sus propios hijos en la buena senda, quizá fuera indicio de que estaba equivocada también ella. En fin, al dolor se sumaba la duda y el desconcierto no sabiendo qué sentido podría tener ya el continuar siendo fiel al recuerdo de su esposo difunto.
Todo esto y muchas otras cosas contó la mujer al santo eremita, que la escuchó en silencio y con cariño. Cuando terminó su exposición, el monje continuó en silencio mirándola. Finalmente se levantó de su asiento y la invitó a que juntos se acercaran a la ventana. Daba ésta hacia la falda de la colina donde solamente se veía un arbusto, y atada de su tronco una burra con sus dos burritos mellizos.
-¿Qué ves? -le preguntó a la mujer, quién respondió:
-Veo una burra atada al tronco del arbusto y a sus dos burritos que retozan a su alrededor sueltos. A veces vienen y maman un poquito, y luego se alejan corriendo por detrás de la colina donde parecen perderse, para aparecer enseguida cerca de su burra madre. Y esto lo han venido haciendo desde que llegué aquí. Los miraba sin ver mientras te hablaba.
-Has visto bien - le respondió el ermitaño -. Aprende de la burra. Ella permanece atada y tranquila. Deja que sus burritos retocen y se vayan. Pero su presencia allí es un continuo punto de referencia para ellos, que permanentemente retornan a su lado. Si ella se desatara para querer seguirlos, probablemente se perderían los tres en el desierto. Tu fidelidad es el mejor método para que tus hijos puedan reencontrar el buen camino cuando se den cuenta que están extraviados. Sé fiel y conservarás tu paz, aun en la soledad y el dolor.
Diciendo esto la bendijo, y la mujer retornó a su casa con la paz en su corazón dolorido.
LOS NIÑOS APRENDEN LO QUE VIVEN
(Dorothy Law Nolte y Rachel Harris)
Si los niños viven con reproches, aprenden a condenar.
Si los niños viven con hostilidad, aprenden a ser agresivos.
Si los niños viven con miedo, aprenden a ser aprensivos.
Si los niños viven con lástima, aprenden a autocompadecerse.
Si los niños viven con el ridículo, aprenden a ser tímidos.
Si los niños viven con celos, aprenden a sentir envidia.
Si los niños viven con vergüenza, aprenden a sentirse culpables.
Si los niños viven con estímulo, aprenden a confiar en sí mismos.
Si los niños viven con tolerancia, aprenden a ser pacientes.
Si los niños viven con elogios, aprenden a apreciar a los demás.
Si los niños viven con aceptación, aprenden a amar.
Si los niños viven con aprobación, aprenden a valorarse.
Si los niños viven con reconocimiento, aprenden que es bueno tener una meta.
Si los niños viven con solidaridad, aprenden a ser generosos.
Si los niños viven con honestidad, aprenden qué es la verdad.
Si los niños viven con ecuanimidad, aprenden qué es la justicia.
Si los niños viven con amabilidad y consideración, aprenden a ser considerados.
Si los niños viven con seguridad, aprenden a tener fe en sí mismos y en los demás.
Si los niños viven con afecto, aprenden que el mundo es un maravilloso lugar donde vivir.
MENSAJE DE UNA MADRE
Algún día, cuando mis hijos sean lo suficientemente grandes para entender la lógica
que motiva a las madres, les diré:
Te amé lo suficiente, como para preguntarte adónde ibas, con quién, y a qué hora regresarías a la casa.
Te amé lo suficiente, como para insistir en que ahorraras dinero para comprarte un juguete, aunque nosotros tus padres pudiéramos comprarte uno.
Te amé lo suficiente, como para callarme y dejarte descubrir que tu nuevo y mejor amigo no era buena compañía.
Te amé lo suficiente, como para insistir durante dos horas para que ordenaras tu cuarto, un trabajo que me hubiese tomado a mí sólo 15 minutos.
Te amé lo suficiente, como para dejarte ver mi ira, desilusión, y lágrimas en mis ojos. Los hijos también deben entender que no somos perfectas.
Te amé lo suficiente, como para dejar que asumieras la responsabilidad de tus acciones, aunque las consecuencias eran tan duras que rompían mi corazón.
Pero sobre todo, te ame lo suficiente, como para decirte a veces que NO cuando sabía que me ibas a odiar por ello.
Esas fueron las batallas más difíciles para mí.
Pero estoy contenta por haberlas ganado porque, al final, también las ganaste vos.
Y algún día, cuando tus hijos sean lo suficientemente grandes para entender la lógica que motiva a los padres, vos les dirás: “Te amé lo suficiente, como para hacer todo lo que hice por ti”.
ORACION DE UN NIÑO
(basado en un texto de José L. M. Descalzo)
Señor, esta noche te pido algo especial:
Conviérteme en un televisor, porque quisiera ocupar su lugar para poder vivir lo que vive el televisor en mi casa.
Congregar a todos los miembros de la familia a mi alrededor.
Ser el centro de atención al que todos quieren escuchar sin ser interrumpidos ni cuestionados.
Que me tomen en serio cuando hablo.
Sentir el cuidado especial que recibe la televisión cuando algo no le funciona.
Tener la compañía de mi papá cuando llega a casa aunque esté cansado del trabajo.
Que mi mamá me busque cuando esté sola y aburrida, en lugar de ignorarme.
Que mis hermanos se peleen por estar conmigo.
Divertirlos a todos, aunque a veces no les diga nada.
Vivir la sensación de que lo dejan todo por pasar unos momentos a mi lado.
Señor, no te pido mucho: Todo esto lo vive cualquier televisor.
Amén.
POR ESO LLEVO UN DINOSAURIO
(Dan Schaeffer)
Salía de mi casa en el auto para ir a hacer una diligencia cuando vi que mi hijo se me acercaba corriendo: "¡Te tengo un regalo, papá!". "¿De veras?", le dije molesto, porque me estaba demorando. Abrió sus deditos para mostrarme lo que, para un niño de cinco años, era un verdadero tesoro. "Los encontré y son para vos", me dijo.
En aquellas manos pequeñas había una bolita, un viejo cochecito metálico de carreras, una banda elástica rota y otras cosas que no recuerdo. "Tomalos, papá", insistió mi hijo, orgullosísimo. "En este momento no puedo, hijo; tengo que irme. ¿Por qué no me los guardás en el garaje?". Su sonrisa se desvaneció, y desde el momento en que me alejé sentí remordimientos. Más tarde, cuando regresé, le pregunté a mi hijo: "¿Dónde están esos regalos tan bonitos que me ibas a dar?". Él respondió que se los había dado a su amigo Tony porque creyó que yo no los quería.
La decisión de mi hijo me dolió, pero la merecía; no únicamente porque puso de relieve mi desconsiderada reacción, sino porque me hizo recordar a otro niñito. Era el cumpleaños de su hermana mayor, y al chico le habían dado dos pesos para que le comprara un regalo. Recorrió toda la juguetería varias veces, pues el obsequio debía ser algo especial. Por fin lo vio: una máquina de plástico despachadora de goma de mascar, llena de tesoros de vivos colores. Tuvo ganas de mostrársela a su hermana en cuanto llegó a la casa, pero logró valientemente contenerse.
Más tarde, en la fiesta de cumpleaños y frente a sus amigos, la hermana empezó a abrir sus regalos. Con cada uno lanzaba una exclamación de gusto, y con cada exclamación la emoción del niño crecía. Como aquellos chicos de ocho años podían gastar más de dos pesos en un regalo, su paquete empezó a parecerle pequeño e insignificante. Pero no perdió la esperanza de ver brillar los ojos de su hermana en cuanto lo abriera. Cuando ella por fin lo desenvolvió, el niño advirtió su decepción, su vergüenza incluso. Algunas de sus amiguitas trataban en vano de contener la risa. El pequeño se mostró lastimado y confundido. Se fue al patio trasero de su casa y se puso a llorar.
La situación se repetía, pero ya no se trataba de mi hermana y de mí. En esta ocasión era mi hijo.
Al acercarse la Navidad, les dimos dinero a los chicos para que compraran obsequios en una feria escolar de artesanías. Hicieron un gran esfuerzo para no decirme lo que me iban a regalar; sobre todo mi hijo. No pasaba un solo día sin que me pidiera que tratara de adivinar. En la mañana del día de Navidad insistió en que yo abriera primero su regalo. Lo hice y en verdad nunca había recibido nada tan hermoso. Pero ya no lo miraba con los ojos cansados de un hombre de 33 años, sino con los ojos vivaces de un niño de cinco. Era un tiranosaurio verde, de plástico.
Mi hijo, muy emocionado, me explicó que lo mejor del animal era que sus garras delanteras hacían las veces de sujetadores, de manera que yo podía llevarlo prendido siempre a la ropa. Su mirada reflejaba expectativa y amor. Me di cuenta de que debió de mortificarse en la feria para encontrar el regalo que mejor pudiera expresar lo que sentía por mí. Así que me prendí el dinosaurio a la solapa, exclamé que era espléndido, y que sí, que él había acertado al elegirlo.
La próxima vez que vea usted a un adulto con una burda corbata de papel, o un fantástico tatuaje (desprendible) de una oruga, de esos que cuestan cualquier cosa, no lo compadezca. Si le dice que se ve ridículo, seguramente le contestará: "Puede ser que sí, pero tengo un hijo de cinco años que piensa que soy lo máximo, y por ningún dinero del mundo voy a quitarme esto".
¿MAESTROS O AMIGOS?
(Gaby Vargas)
Los papás somos los primeros maestros de nuestros hijos, pero en ocasiones tememos ejercer la autoridad. ¿Cuántas veces claudicamos frente a la insistencia de una hija y le damos un permiso que debíamos negarle? ¿O para evitar un “gran enojo” de nuestro adolescente, de plano, no nos atrevemos a decir “no” aunque lo consideramos prudente? O bien, festejamos la rebeldía
del pequeño de dos años ante un “no toques”, y el niño se sale con la suya.
Muchas veces, justificamos ese temor a educarlos dándonos varias razones: “¡Lo quiero tanto, que lo que menos deseo es que sufra!”; “¡Es que lo veo tan poco....!”; “Sí le digo que sí a todo, quizá me quiera más y me convierta en su mejor amigo”; “No quiero que se frustre”, o “Es que no quiero que se rompa la cordialidad familiar”, o “Quiero que él tenga todo lo que yo no tuve”, etc., etc...
Hay una línea muy tenue que separa el papel de amigos y el de maestros; cuando por estas razones o por comodidad cometemos el error de borrarla, confundimos y desorientamos a todos. De momento nos puede gustar la idea de ser como sus “compinches” y que el niño tenga todo, sea feliz y no sufra, pero corremos el riesgo de perder la oportunidad de orientarlos para que formen su carácter y en un futuro sean responsables, independientes y autodisciplinados.
Todos hemos escuchado el dicho de “edúcalos o padécelos” y en la vida hemos podido comprobar lo sabio que es y lo mal que nos cae a todos un niño mal educado. ¡Claro! Siempre con ejemplos ajenos a nuestra familia...
Ejerzamos la autoridad, sin miedo. Aunque no lo creamos, ¡lo piden a gritos! Al decir autoridad, no me refiero a esa falsa manera de obligar, presionar, mandar o imponer, sino a esa verdadera autoridad que en su esencia etimológica significa “ayudar a crecer”. Cuando los papás marcamos pautas, horarios y hábitos, los estamos ayudando a crecer y a convivir con responsabilidad.
Desde que son niños, nuestra obligación, antes que nada, es ayudarlos a preparar esa maleta que los acompañará en su propio viaje. Para que el equipaje vaya bien empacado, y sea útil para enfrentar los muchos y variados retos a lo largo de su vida, necesita incluir: amor, conocimientos, disciplina, seguridad, fortaleza, madurez y flexibilidad.
Los valores
Los valores que queremos inculcarles no van a dejar huella si queremos grabarlos por medio de discursos. El verdadero maestro enseña con su congruencia de vida. “Las palabras convencen pero el ejemplo arrastra”, dice el dicho.
Como padres, a veces, también nos sentimos desanimados, desconcertados o impotentes ante esta gran tarea de educar. Primero porque en los hogares modernos, los papás tenemos cada vez menos tiempo para estar con ellos. Y dos, porque somos testigos de lo que nuestros hijos viven fuera de la casa, bajo la influencia de los amigos, de lo que ven en el cine y la televisión, y éstos, sin duda, también son factores importantes que moldean, o deforman, sus mentes.
Sin embargo no debemos dejar de insistir. Cualquier comentario sobre valores dicho en forma casual, algún día, como gota de agua, llega a
penetrar. Así mismo, nuestra cercanía, congruencia y auto-disciplina harán que el ejemplo vaya habitándolos poco a poco.
Fernando Savater escribe que el éxito del buen maestro no estriba en hacerse insustituible, sino en lograr que aquellos a quienes se dirige puedan prescindir de él. Y que la principal tarea del maestro no es resolver las cosas y pensar por el otro; que su principal objetivo debe ser “dar a pensar”. Esto me hace reflexionar cómo muchas veces los papás, con ese instinto natural de sobreprotección, queremos resolverles la vida a nuestros hijos y limitamos sus posibilidades de experimentar, equivocarse y pensar.
La buena educación es la fuente de la que emanan todos los bienes de este mundo, así que no temamos ser primero maestros y después amigos para que el día de mañana nuestros hijos puedan llevar una maleta tan bien empacada que los haga sentirse más seguros en la vida.
SIETE ERRORES COMUNES QUE COMETEN LOS PADRES
Aún cuando todos los padres desean que sus hijos tengan una gran auto-estima, muchas veces ellos mismos, sin darse cuenta, son los encargados de bajársela de manera inconsciente e ingenua. He aquí algunos ejemplos de esto:
1. Decirles que son malos. Los niños que creen que son malos cuando se han comportado mal, empiezan a convencerse de que su valor como personas se basa en esos juicios. Un niño que derrame la leche en la mesa, y a quien le digan: “Eres un niño malo; esta semana es la cuarta vez que cometes una torpeza”, en seguida interiorizará esta afirmación: “Cuando soy torpe, soy una mala persona”.
2. Sorprender constantemente a los niños haciendo algo mal. Esta forma de asumir el papel de padre se basa en buscar las cosas que los niños hacen mal y recordarles todo el tiempo ese comportamiento. Reforzar constantemente los comportamientos negativos es una manera segura de construir una pobre autoestima.
3. Dar a los niños apodos que contribuyan a deteriorar su sentido de la dignidad. Llamar a un niño Enano, Orejudo, Gordito, o nombrarlo de cualquier otro modo que no tienda a promover una imagen positiva de sí mismo, es una manera de disminuir la propia estima. Las connotaciones negativas de los apodos o de la manera en que te diriges a tus hijos llegan a incorporarse a su autorretrato. Las palabras, las frases y los apodos negativos son recuerdos duraderos que difícilmente borramos de nuestra imagen de nosotros mismos.
4. Considerar a los niños como “aprendices de persona” y no como seres humanos completos. Esta actitud se caracteriza por tratar a los niños como si siempre estuvieran preparándose para la vida; diciéndoles que algún día sabrán porqué esperas de ellos lo que les estás pidiendo. “Cuando crezcas, comprenderás porqué siempre estoy reprochándote.” “Algún día, apreciarás lo que te estoy diciendo.” “Eres demasiado pequeño para saber porqué; simplemente, hazlo porque te lo digo yo.” Este tipo de mensajes hace que el niño piense que le falta algo, que no puede, y por lo tanto, sólo parcialmente se verá a sí mismo como una persona.
5. Criticar a tus hijos cuando cometen errores. Las críticas contribuyen a reducir la propia valoración. Cuantas más críticas reciba un niño, más probable es que evite probar las cosas que dieron lugar a esas críticas. Frases tales como “Nunca has sido bueno en el deporte”, o “Es la tercera vez que fallas al intentar; sospecho que nunca aprenderás a ser responsable”, o “Con ese vestido parecés una vaca”, o “Tú estás siempre protestando” son las herramientas que los niños usan para tallarse una pobre imagen de sí mismos. Hay muchas maneras de ayudar a motivar a un niño para que tenga un comportamiento más adecuado, y las críticas son tal vez la técnica menos útil y la más dañina que puedes encontrar.
6. Hablar por tu hijo, en vez de dejarlo responder de la manera típica en que lo haría alguien de su edad. Hablar en lugar de tus hijos como si ellos fuesen incapaces de expresarse, contribuye a que duden de sí mismos y a que se sientan inseguros. También les enseña a confiar en que los demás hablen por ellos. Cuando actúas así, les transmites este mensaje silencioso: “Yo puedo decirlo mejor y con más precisión que tú, porque eres demasiado joven para saber cómo expresarte”.
7. Hablar de tus hijos delante de ellos como si no estuvieran presentes. Este comportamiento les induce a considerarse como personas sin importancia o, peor todavía, como una parte más del mobiliario. “No sé lo que vamos a hacer con Carlitos; cada día se porta peor.” Mientras tanto, Carlitos está recibiendo un mensaje de sus padres, que él interioriza de la siguiente manera: “No puedo creerlo, hablan de mí con los demás como si yo ni siquiera estuviese presente ni contase para nada”. Cuanta menos consideración tengas por tu hijo como ser humano total, importante y sensible, menos consideración tendrá él por sí mismo.
Estas actitudes que muchos padres asumen, muchas veces sin darse cuenta, contribuyen a que los hijos se formen una pobre autoestima y no aprendan a valorarse como personas. La buena noticia es que si cambiamos estas actitudes hacia nuestros hijos su autoestima comenzará a mejorar notablemente.
LA BELLEZA DE HOLANDA
(Emily Pearl Kingsley, escritora del programa de TV “Plaza Sésamo”, quien tiene un niño con Síndrome de Down)
Me piden a menudo que describa la experiencia de criar y educar a un niño con una deficiencia. Para ayudar a la gente que no ha tenido esta experiencia tan especial a comprenderlo y a imaginarse como es, es algo así… Cuando estás esperando un niño, es como planificar un maravilloso viaje de vacaciones a Italia. Te compras un montón de guías de viaje y haces planes maravillosos: el Coliseo, el David de Miguel Ángel, las góndolas de Venecia… Incluso aprendes algunas frases útiles en italiano. Todo es muy emocionante.
Después de meses esperando con ilusión, llega por fin el día. Haces tus maletas y sales de viaje. Algunas horas más tarde, el avión aterriza. La azafata viene y te dice “Bienvenido a Holanda” “¿Holanda?” dices. “¿Qué quiere usted decir con Holanda? ¡Yo contraté un viaje a Italia! ¡Tendría que estar en Italia! ¡Toda mi vida he soñado con ir a Italia!”
Pero ha habido un cambio en el plan de viaje. Han aterrizado en Holanda y tienes que quedarte allí. Lo más importante es que no te han llevado a un sitio horrible, asqueroso, llenos de malos olores, hambre y enfermedades. Simplemente, es un sitio diferente.
Por lo tanto, tienes que salir y comprarte nuevas guías de viaje. Y debes aprender un idioma completamente nuevo. Y conocerás a gente totalmente nueva, que no hubieras conocido nunca. Es simplemente un lugar distinto. Es más tranquilo que Italia, menos excitante que Italia. Pero después de haber pasado un cierto tiempo allí y de recobrar tu aliento, miras a tu alrededor y empiezas a darte cuenta de que Holanda tiene molinos de viento, Holanda tiene tulipanes. Holanda tiene incluso Rembrandts.
Al mismo tiempo, toda la gente que conoces a tu alrededor está muy ocupada yendo y viniendo de Italia, y están todos presumiendo de lo bien que la han pasado allí. Y durante el resto de tu vida, te dirás a ti mismo: “Sí, allí es donde yo debería haber ido. Eso es lo que había planeado.” Y el dolor nunca, nunca desaparecerá del todo, porque la pérdida de ese sueño es una pérdida muy significativa.
Pero si te pasas la vida lamentándote por el hecho de no haber podido visitar Italia, es posible que nunca te sientas lo suficientemente libre como para disfrutar de las cosas tan especiales y tan encantadoras que tiene Holanda.
TUS HIJOS
(Kahlil Gibrán)
Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida, deseosa de sí misma.
No vienen de ti, sino a través de ti y aunque estén contigo, no te pertenecen.
Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos, pues ellos tienen sus propios pensamientos.
Puedes abrigar sus cuerpos, pero no sus almas, porque ellas viven en la casa del mañana, que no puedes visitar ni siquiera en sueños.
Puedes esforzarte en ser como ellos, pero no procures hacerlos semejantes a ti.
Porque la vida no retrocede ni se detiene en el ayer.
Tú eres el arco del cual tus hijos, como flechas, son lanzadas.
Deja que la inclinación en tu mano de arquero sea para la felicidad.
UN NUDO DE AMOR
En una reunión de padres convocada por la escuela, la directora resaltaba el apoyo que los padres deben darle a los hijos. También pedía que se hicieran presentes el mayor tiempo posible. Ella entendía que, aunque la mayoría de los padres y madres de aquella comunidad fueran trabajadores, deberían encontrar un poco de tiempo para dedicar y entender a los niños.
Sin embargo, la directora se sorprendió cuando uno de los padres se levantó y explicó, en forma humilde, que él no tenía tiempo de hablar con su hijo durante la semana. Cuando salía para trabajar, era muy temprano y su hijo todavía estaba durmiendo. Cuando regresaba del trabajo, era muy tarde y el niño ya no estaba despierto. Explicó, además, que tenía que trabajar de esa forma para proveer el sustento de la familia.
Dijo también que el no tener tiempo para su hijo lo angustiaba mucho e intentaba redimirse yendo a besarlo todas las noches cuando llegaba a su casa y, para que su hijo supiera de su presencia, él hacía un nudo en la punta de la sabana que lo cubría. Eso sucedía religiosamente todas las noches cuando iba a besarlo. Cuando el hijo despertaba y veía el nudo, sabía, a través de él, que su papá había estado allí y lo había besado. El nudo era el medio de comunicación entre ellos.
La directora se emocionó con aquella singular historia, constatando además que el hijo de ese padre era uno de los mejores alumnos de la escuela.
El hecho nos hace reflexionar sobre las muchas formas en que las personas pueden hacerse presentes y comunicarse entre sí. Aquel padre encontró su forma, que era simple pero eficiente. Y lo más importante es que su hijo percibía, a través del nudo afectivo, lo que su papá le estaba diciendo.
Algunas veces nos preocupamos tanto con la forma de decir las cosas que nos olvidamos de lo principal, que es la comunicación a través del sentimiento. Simples detalles como un beso y un nudo en la punta de una sábana, significaban, para aquel hijo, muchísimo más que regalos o disculpas vacías. Es válido que nos preocupemos por las personas, pero es más importante que ellas lo sepan, que puedan sentirlo.
Para que exista la comunicación es necesario que las personas "escuchen" el lenguaje de nuestro corazón. Es por ese motivo que un beso, revestido del más puro afecto, cura el dolor de cabeza, el raspón en la rodilla, el miedo a la oscuridad. Las personas tal vez no siempre entiendan el significado de muchas palabras, pero saben registrar un gesto de amor. Aunque ese gesto sea solamente un nudo.
CORREGIR EN FAMILIA. LAS CUATRO REGLAS
(Alfonso Aguiló)
El adolescente tiende por naturaleza a enjuiciarlo todo, tiene una considerable visión crítica de lo que le rodea.
— Eso no tiene por qué ser malo. Puede ser muy positivo.
Por supuesto. Pero para que lo sea realmente, para que esa crítica sea positiva, habría que establecer una especie de reglas del juego. Podríamos intentar resumirlas en cuatro:
Primera. Para que alguien tenga derecho a corregir, tiene primero que ser persona que esté capacitada para reconocer lo bueno de los demás, y que sea capaz también de decirlo: que no corrija quien no sepa elogiar de vez en cuando.
Porque si una persona no reconoce nunca lo que su hijo o su mujer o su marido hacen bien –y seguro que harán cosas bien, probablemente más que las que hacen mal–, ¿con qué derecho podrá luego corregirles cuando fallen? El que nada positivo encuentra en los demás, tiene que replantear su vida desde los cimientos: algo en él no va bien, tiene una ceguera que le inhabilita para corregir.
Segunda. Ha de corregirse por cariño. Tiene que ser la crítica del amigo, no la del enemigo. Y para eso, tiene que ser serena y ponderada, sin precipitaciones y sin apasionamiento. Tiene que ser cuidadosa, con el mismo primor con que se cura una herida, sin ironías ni sarcasmos, con esperanza de verdadera mejoría.
Tercera. Tampoco debe darse la corrección sin antes hacer examen sobre la propia culpabilidad en lo que se va a corregir. Cuando algo marcha mal en la familia, casi nunca nadie puede decir que está libre de culpa.
Además, cuando uno se siente corresponsable de un error, corrige de forma distinta. Porque corrige desde dentro, comenzando por el reconocimiento de la propia culpa. Y el corregido lo entenderá mucho mejor, porque empezamos por compartir su error con el nuestro, y no lo verá como una agresión desde fuera sino como una ayuda desde dentro.
— Bueno, estás poniéndolo difícil...
Es que la crítica destructiva es tan fácil como difícil es la constructiva.
Resulta muy eficaz que en la familia haya fluidez en la corrección, que se puedan decir unos a otros las cosas con normalidad. Que los agravios o los enfados no se queden dentro de los corazones, porque ahí se pudren.
— Te falta la cuarta regla.
Cuarta. Es una regla múltiple, inspirada en las que señala López Caballero. Se refiere a la forma de llevar a cabo la corrección:
• ha de ser cara a cara, pues no hay nada más sucio que la murmuración o la denuncia anónima del que tira la piedra y esconde la mano;
• a la persona interesada y en privado; si no, suele ser contraproducente;
• sin comparar con otras personas: nada de "aprende de tu primo, que saca tan buenas notas", o "del vecino de arriba que es tan educado...";
• con mucha prudencia antes de juzgar las intenciones: hay que presuponer buena voluntad;
• no hablar de lo que no se ha comprobado bien, pues de lo contrario, juzgamos con una frivolidad que espanta; corregir sobre rumores, suposiciones o sospechas, supone hacer méritos para ser injusto: recuerda aquello de que el bien debe ser supuesto, el mal debe ser probado, y eso otro de oír la otra campana, y saber quién es el campanero...;
• específica y concreta, no generalizadora; sabiendo centrarse en el tema, sin exageraciones, sin superlativos, sin abusar de palabras como siempre, nunca...;
• hay que hablar de una o dos cosas cada vez, porque si acumulamos una larga lista, parecerá una enmienda a la totalidad más que un deseo de ayudar;
• sin reiterarlas demasiado: hay que dar tiempo para mejorar..., y además, la excesiva machaconería se vuelve también contraproducente;
• hay que saber elegir el momento para corregir o aconsejar, que ha de ser cuanto antes, pero esperando a estar -los dos- tranquilos para hablar y tranquilos para escuchar: si uno está aún nervioso o afectado por un enfado, quizá sea mejor esperar un poco más, porque de lo contrario probablemente se estropeen más las cosas en vez de arreglarse;
• y poniéndose antes en su lugar, haciéndose cargo de sus circunstancias, procurando -como dice el refrán- calzar un mes sus zapatos antes de juzgar.
Actuando así, se corrige de modo distinto. Incluso veremos que muchas veces es mejor callarnos: hay quien dijo que si pudiéramos leer la historia secreta de nuestros enemigos, hallaríamos en sus vidas penas y sufrimientos suficientes como para desarmar toda nuestra hostilidad.
PADRES DESBORDADOS: LA CULPA POR PONER LÍMITES
(Lic. Joaquín Rocha)
Uno de los desafíos, a la hora de educar a los hijos, es el de poner límites sin sentir culpa. Los padres temen confundir autoridad con autoritarismo y, en muchos de los casos, piensan que un no actúa en forma negativa para el desarrollo y la autonomía de los niños. Todo lo contrario.
La culpa, más precisamente esta culpa, se genera a partir de variables que pueden darse juntas o no. El miedo a que los hijos los rechacen, repetir viejos patrones de educación, confundir firmeza con violencia, pero, por sobre todo, el temor a frustrar e aplicar criterios adultos. En el esfuerzo de abolir los abusos del pasado, en mostrarse más dedicados y comprensivos, se han concebido los padres más débiles e inseguros que ha dado la historia.
“Parece que, en nuestro intento por ser los padres que quisimos tener, pasamos de un extremo al otro. Así, somos los últimos hijos regañados por los padres y los primeros padres a quienes los hijos nos regañan; los últimos que les tuvimos miedo a los padres y los primeros que les tememos a los hijos; los últimos que crecimos bajo el mando de los padres y los primeros que vivimos bajo el yugo de los hijos. Y lo que es peor, los últimos que respetamos a nuestros padres, y los primeros que aceptamos que nuestros hijos nos irrespeten” (Tomado de una nota periodística a Ángela Marulanda, autora y educadora familiar).
Los niños crecen en una sociedad diferente de la que tuvieron sus padres y mucho más de la de sus abuelos. La de hoy es una sociedad cambiante, de grises, que ha avanzado tecnológicamente dándole ventajas al hombre, por un lado, y vaciándolo de valores, por otro. “Los hijos están muy lejos de crecer en un mundo donde la humanidad pudiera desarrollarse en armonía, con respeto por las diversidades, con oportunidades para todos” (Dra. Natalia Trenchi).
En este contexto, se hace necesario que los padres dejen de lado el miedo a ejercer su autoridad y tengan claro que esa acción es más un beneficio que un perjuicio.
Marcar límites, enseñar a diferenciar lo correcto de lo incorrecto, lo posible de lo imposible, distinguir entre el error y el acierto, y apreciar el bien común sobre él particular ayuda a infundirles fuerza emocional para sortear los riesgos que los amenazan y contribuye a un óptimo desarrollo como personas y una positiva integración en la comunidad.
Un niño que crece viendo y sintiendo a sus padres como personas culposas y frágiles tiende a buscar límites y referencias fuera del ámbito familiar, asumiendo, a menudo, conductas de riesgo, al generarse vínculos débiles e inseguros.
Se debe educar con autoridad, imponiendo límites razonables, convencidos de lo que se demanda y no cambiar de idea sobre la marcha. Una norma clara le abre al niño un camino por donde peregrinar. Los padres deben asumir que ser responsables de la formación personal de los hijos es lo que determinará el tipo de persona que será en el futuro. El niño/a, además de la constitución biológica, es específicamente producto del estilo de paternidad de los padres o tutores.
La comunicación y la escucha activa son el pilar de la educación en la familia. Los padres enseñan a escuchar a sus hijos, cuando ellos son capaces de testimoniar escuchando. Si bien debe existir una confianza, los adultos constituyen el marco de referencia de los pequeños y, por ello, deben impartir un proyecto educativo que establezca normas. Un límite que no se ha impuesto al niño de pequeño será muy difícil de poner cuando crezca. El padre y la madre siempre deben hacer de padre o de madre.
Los niños buscan obtener lo que quieren y, para conseguirlo, reaccionan de las más diversas maneras. Aquella que les hace obtener lo deseado la repetirán, creando situaciones de extorsión simbólica. Los berrinches y llantos estarán a la orden del día junto a la vergüenza de los padres que, en la mayoría de los casos, no saben cómo actuar.
“De a poco, el niño tendrá que ir comprendiendo que su deseo no hace la ley, que su deseo choca con la existencia de los demás y va a tener que aceptar salir de su omnipotencia. Es difícil y doloroso salir de la omnipotencia, sobre todo cuando uno vive en un mundo que nos invita a ella todo el tiempo, y nos distribuye objetos como el control remoto, por ejemplo, que es por excelencia el objeto de la omnipotencia, ya que, en décimas de segundo, uno puede optar por el mundo que quiere ver” (Philippe Meirieu, pedagogo).
Es aquí cuando el educar en tolerancia debe superar a la frustración. Esto les proporcionará pautas de cómo actuar, cuando se enfrenten a un mundo que no reacciona concediendo todo lo que se le demanda. Ejercer la autoridad es demostrar amor hacia ellos, es estar dispuesto a decirles "no" en el momento y contexto indicado, y estar preparados para manejar las consecuencias.
La profesora Àngels Geis, de la Facultad de Psicología de la Universidad Ramón Llull, en Barcelona, afirma que "hay muchas familias que se preocupan bastante por la educación de sus hijos y que lo están haciendo muy bien, pero otras trabajan tantas horas fuera de casa, que, cuando están en ella, suelen encontrarse muy cansadas y no tienen humor para educar a sus hijos". En materia de educación, la calidad debe anteponerse a la cantidad de tiempo compartido.
Frente a los hijos, hay situaciones que se pueden negociar y otras que no. Estas “negociaciones” deben estar basadas en la comprensión mutua de valores, actitudes y modelos de comportamiento. Teniendo presente siempre que la autoridad no se expresa a través de la imposición. “La familia es susceptible de transmitir modelos de comportamiento que vayan desde un exceso de permisividad hasta un exceso de autoridad, aunque ambos extremos no son para nada deseables en la formación de identidad de los niños. Por ello, ha de evitarse tanto una conformidad excesiva, como priorizar una relación basada en conductas excesivamente punitivas", sostiene Amparo Novo, miembro de la Federación Española de Sociología y profesora de la Universidad de Oviedo.
Educar a un niño no es tarea fácil. Cada hogar es un mundo y establece sus propias reglas. Por lo tanto, una receta única e inequívoca es casi imposible. Pero hay ciertos “ingredientes” que no deben faltar: dar al niño, paso a paso, una libertad limitada y responsable; tratarlo con respeto; evitar humillarlo, hacer promesas sólo cuando se está seguro de cumplirlas, dedicar tiempo a la diversión, ayudar a fomentar la confianza en sí mismo, no compararlo, que viva su educación en coherencia y seguridad; son algunos de ellos.
En la educación de los hijos, jamás se deben bajar los brazos ni “tirar la toalla”, por más desbordado que uno se sienta.