Iglesia
“Lo primero que hay que hacer para reformar a la Iglesia es reformarse uno a sí mismo.” (San Cayetano)

CREO EN ESTA IGLESIA
(Pbro. J. Anta Jares)
No me he equivocado en el título de esta reflexión, "Creo en esta Iglesia". Porque eso es lo que efectivamente digo, y eso es también lo que efectivamente aspiro a creer: en esta Iglesia de la que formo parte, como creyente y, por la misericordia de Dios, como sacerdote.
Creo en esta Iglesia de la que formamos parte pecadores, y que afortunadamente también tiene en su seno y en su larga historia muchos miembros - niños y ancianos, hombres y mujeres - que la hacen más brillante y más atractiva por su santidad.
Creo en esta Iglesia que Jesucristo instituyó para que, formada por hombres y no por ángeles, fuera el hogar de los que necesitamos perdón, alegría, esperanza y consuelo. Y no los necesitamos porque somos mejores ni peores que los demás seres humanos que ni conocen esta Iglesia, ni la quieren, ni la necesitan. Ni tampoco necesitamos este hogar porque nuestra fidelidad de creyentes lo merece.
Lo necesitamos porque el seguimiento de Jesucristo, sólo vislumbrado desde la fe que hemos recibido, y desde la reflexión hecha sobre su vida, su doctrina, su ejemplo de fidelidad a Dios y de amor a los hombres, nos ha conducido e impulsado a descubrir que sólo en esta Iglesia - en ésta, y no en otra formada por ángeles, o por superhombres, o por santos intocables - podemos disfrutar de la presencia viva y vivificadora de Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador.
Miles de millones la han querido y la queremos
Creo en esta Iglesia, querida y amada por millones de creyentes que, a lo largo de estos veinte siglos de historia, la han disfrutado como madre de la que han recibido vida, ilusión, esperanza y seguridad en su fe religiosa.
Y creo en esta Iglesia, no porque todos los miembros que la formamos sean santos e irreprochables, intachables en su comportamiento y en su fidelidad. Por el contrario, creo en esta Iglesia porque es la única capaz de ofrecer el verdadero perdón de Dios a todos los pecadores que lo necesitamos y lo buscamos hambrientos de la ternura y de la misericordia de Dios Padre.
Tampoco creo en esta Iglesia porque todos sus dirigentes - Papas, Obispos, Sacerdotes - hayan sido o sean actualmente santos. Sé que muchos ni lo han sido ni ahora lo son. Porque son hombres como los demás, y como los demás también capaces de los más grotescos errores y de los más groseros horrores.
La santidad está, sobre todo, en su Fuente
Ni creo en esta Iglesia porque en ella haya colectivos de miembros que, consagrados oficialmente a Dios e intentando profesar los compromisos de obediencia, de pobreza y de castidad - religiosas y religiosos de las más variadas familias y carismas - sean modelos de fidelidad, de coherencia, de integridad en su vida y en el ejercicio de sus ministerios. No. Sé que esto no es ni real, ni quizá sea realmente posible. Porque en esta Iglesia en la que creo, sólo Jesucristo, su fundador, y la Santísima Virgen Madre y primera creyente, su modelo ideal y real, han sido impecables. Todos los demás somos capaces de todas las oscuridades y de todos los brillos. Todo depende de que nos pongamos a la luz de Jesucristo, o nos escondamos y embosquemos en las tinieblas de nuestros egoísmos.
Y creo en esta Iglesia contra la que, en los primeros siglos de su historia, se encarnizaron las más sangrientas persecuciones, que produjeron miles y miles de mártires, que a pesar de sus limitaciones prefirieron morir antes que negar la fe en su Señor y en su Salvador, Jesucristo, Hijo de Dios.
No se han acabado las persecuciones
Y creo en esta Iglesia, contra la que también en nuestro tiempo - en el recién despedido siglo XX, siglo de mártires cristianos (mártires por su fe, no por sus ideas políticas o por sus inquietudes sociales) y en las casi primeras semanas de nuestro siglo recién estrenado - siguen arreciando las calumnias, las injustas generalizaciones de los pecados y de las miserias de algunos de sus miembros más o menos cualificados, y ¿por qué ocultarlo? las miserias morales de los que, también desde dentro, deformamos su rostro de madre y lo ponemos en el peligro de que los de fuera puedan verlo repelente.
Pero esta Iglesia, capaz de resistir las calumnias, capaz de levantarse y de crecerse en las humillaciones, "santa y al mismo tiempo necesitada de purificación" (como es calificada por su más reciente Concilio universal, el Vaticano II), nunca del todo comprendida por sus miembros - que somos sus hijos, cada día más gozosos de quererla como madre - y, en algunos lugares, descaradamente rechazada por sus enemigos, ésta es la Iglesia que amo, la Iglesia en la que creo, la Iglesia que asegura al mundo - al mundo que la respeta y al mundo que la ataca con violencia - que en sus miembros (a pesar de sus traiciones e infidelidades), y en sus enseñanzas y en sus Sacramentos es el mismo Jesucristo, único Salvador del mundo, quien actúa, quien santifica y quien salva. Y al final, hasta sus enemigos podrán ser salvados gracias a ella, a ¡esta Iglesia en la que creo y a la que amo como creyente y como sacerdote!

LA IGLESIA QUE AMO
(José Luis Martín Descalzo)
Pablo VI enseñaba a los obispos miembros de las Conferencias Episcopales Europeas que no hay dos iglesias. La institución de la Jerarquía en la Iglesia salió de los mismos labios que el Sermón de la Montaña. Elegir la Iglesia del Espíritu contra la de la estructura no es elegir la mejor de las dos iglesias posibles, es abandonar las dos. ¿Quiere decir esto que a uno tenga que entusiasmarle la estructura de la Iglesia y todas las lacras que a ella se han adherido a lo largo de los siglos?
Si el lector me permite unas líneas de total sinceridad, le diré que a mí la estructura de la Iglesia “me revienta” y, que, desde luego, si en Ella hubiera “sólo” estructura, organización, códigos, autoridades y leyes, no sería yo quien militase en sus filas, ya que eso de “militar” nunca ha ido con mi espíritu...
Si soy yo católico es porque detrás de esa estructura, me encuentro con Cristo, con su Palabra, con sus sacramentos.
Pero... ¿no sería mejor dejar esa cáscara y quedarnos solamente con la pulpa evangélica? Seguiré siendo sincero: cuando yo bebo agua no quiero decir con ello que me guste el cemento del canal que me ha transportado, pero sé muy bien que, sin ese cemento y ese canal, el agua no llegaría a mis manos. Claro que me gustaría una iglesia más pura y más limpia, una iglesia en la que no hubiera habido un Constantino, una iglesia en la que los obispos hubieran sido menos amigos de los ricos, y los laicos menos comodones y tranquilos... Cuando Cristo habló de Su Iglesia la comparo con un rebaño. Y los rebaños hieden. Y no a ámbar. ¿Pero acaso si yo me alejase de ese rebaño olería mejor? La verdad es que si el rebaño huele mal es porque está formado por gente como yo y los demás. No soy tan ingenuo como para creer que toda la porquería que hay en la Iglesia se acabaría cuando hubiéramos desgarrado todas las estructuras. La verdadera suciedad de la Iglesia está en nuestros corazones, su verdadera mediocridad somos los mediocres que la constituimos.
         Habrá entonces que vencer esa tentación –curiosamente aristocrática- que hoy padecen quienes aspiran a una Iglesia tan pura que se olvidan de que mientras esté en la tierra será humana. Ese exilio voluntario en cuestiones de Iglesia puede resultar una postura elegante, pero siempre es una solución empobrecedora. Y, en su fondo, cobarde. Luchar desde dentro, es mucho más agotador, pero me parece más evangélico también.
He dicho alguna vez –y espero que el lector no se escandalice demasiado- que “ser católico es cuestión de estómago”, y ahora voy a decirlo mas claro: yo no estoy en la Iglesia porque todo me guste en Ella, sino porque es mi Madre. A una madre yo no le pido que tenga los vestidos limpios, sino que siga engendrando y queriendo a sus hijos. ¿Quién de nosotros preferiría una iglesia solterona, de manos limpias, angélica y celeste, nunca metida en líos; a esta querida madre que tantas veces se equivoca, que tiene la falda llena de orines nuestras, las manos desgastadas de lavar nuestros pecados, y a través de la cual nos sigue llegando, cada mañana y cada tarde, la vida?