Ayudar
“Pasaré por este mundo una sola vez. Si hay alguna palabra bondadosa que yo pueda pronunciar, alguna noble acción que yo pueda realizar, diga yo esa palabra, haga yo esa acción ahora, pues no pasaré nunca más por aquí.” (William Morris)

EL AGRICULTOR FLEMING

Fleming era un pobre agricultor ingles. Un día, mientras trataba de ganarse la vida para su familia, escuchó a alguien pidiendo ayuda desde un pantano cercano. Inmediatamente soltó sus herramientas y corrió hacia el pantano. Allí, enterrado hasta la cintura en el lodo negro, estaba un niño aterrorizado, gritando y luchando, tratando de liberarse del lodo. El agricultor Fleming salvó al niño de lo que pudo haber sido una muerte lenta y terrible.

Al día siguiente, un carruaje muy pomposo llegó hasta los predios del agricultor. Un noble inglés, elegantemente vestido, bajó del vehículo y se presentó a sí mismo como el padre del niño que Fleming había salvado.

- "Yo quiero recompensarlo", dijo el noble inglés. "Usted salvó la vida de mi hijo".

- "No, yo no puedo aceptar una recompensa por lo que hice", respondió el agricultor inglés, rechazando la oferta. En ese momento el propio hijo del agricultor salió a la puerta de la casa de la familia.

- "¿Es ése su hijo?", preguntó el noble inglés.

- "Sí", respondió el agricultor lleno de orgullo.

- "Le voy a proponer un trato. Permítame ofrecerle a su hijo una buena educación. Si él es parecido a su padre, crecerá hasta convertirse en un hombre del cual usted estará muy orgulloso".

El agricultor aceptó.

Con el paso del tiempo, el hijo de Fleming se graduó de la Escuela de Medicina de St. Mary's Hospital en Londres, y se convirtió en una persona conocida en todo el mundo: el notorio Sir Alexander Fleming, descubridor de la penicilina.

Algunos años después, el hijo del noble inglés enfermó de pulmonía.

¿Qué lo salvo?: La penicilina.

¿El nombre del noble inglés?: Lord Randolph Churchill.

¿El nombre de su hijo?: Sir Winston Churchill, quien luego sería Primer Ministro inglés.

EL ÁGUILA Y EL CHIMANGO
(Mamerto Menapace)

Una vuelta, un hombre decidió poner a prueba la providencia del Señor Dios. Muchas veces había oído decir que Dios es un padre amoroso y que se ocupa de todas sus pobres criaturas. El hombre quería saber si también se ocuparía de él y le mandaría lo que cada día necesitaba.
Entonces decidió irse campo adentro hasta un montecito solitario, para esperar allí que Dios le enviara su sustento diario, por manos de alguien que fuera lugarteniente de su providencia. Y así lo hizo. Una mañana, sin llevarse nada consigo para comer, se internó en esos campos de Dios, y se metió en el montecito que había elegido. Lo primero que vio lo dejó asombrado. Porque se encontró con un pobre chimango malherido, que tenía una pata y un ala quebradas. No podía volar ni caminar. En esas condiciones no le quedaba otra que morirse de hambre, a menos que la providencia de Dios lo ayudara.
   Nuestro amigo se quedó mirándolo, en espera de ver lo que sucedía. En una de esas vio sobrevolar un águila grande que traía entre sus garras un trozo de carne. Pasó por sobre el bicho y le arrojó justito adelante la comida, como para que no tuviera más trabajo que comérsela. Era como para creer o reventar. Realmente, el hecho demostraba que Dios se ocupaba de sus pobres criaturas, y hasta se había interesado de este pobre chimango malherido. Por lo tanto no había nada que temer. Seguramente a él también le enviaría por intermedio de alguien lo que necesitaba para su vida. Y se quedó esperando todo el día, con una gran fe en la providencia.
Pero resulta que pasó todo aquel día y no apareció nadie para traerle algo de comer. Y lo mismo pasó al día siguiente. A pesar de que el águila había traído una presa para el chimango, nadie había venido a preocuparse por él. Esto le empezó a hacer dudar sobre la verdadera preocupación del Señor Dios por sus hijos. Pero al tercer día sintió que sus deseos se cumplirían finalmente, porque por el campo se acercaba cerca del montecito cabalgando un forastero. Nuestro amigo estuvo seguro de que se trataba de la mismísima providencia de Dios en persona. Y sonriendo se dirigió hacia él. Pero su decepción fue enorme al comprobar que se trataba de una pobre persona tan hambrienta como él, y, como él, carecía de algo con qué saciarla. Entonces comenzó a maldecir de Dios y de su providencia, que se preocupaba sí de un pobre chimango malherido, pero no se había interesado por ayudarlo a él que era su hijo.
El forastero le preguntó porqué se mostraba tan enojado y maldecía a Dios. Entonces él le comentó todo lo que estaba pasando. A lo que el forastero le respondió muy serio:
- Ah, no, amigo. Usted en algo se ha equivocado. La providencia realmente existe. Lo de los dos pájaros lo demuestra clarito. Lo que pasa es que usted se ha confundido de bicho. Usted es joven y fuerte. No tiene que imitar al chimango sino al águila.

EL CUMPLEAÑOS DE RUTH
(LeAnne Reaves)

Jamás olvidaré el día en que mamá me obligó a ir a una fiesta de cumpleaños, cuando estaba en tercer grado. Una tarde llegué a casa con una invitación algo manchada de jalea.
- No pienso ir - dije -. Es una chica nueva que se llama Ruth. Berniece y Pat no irán. Invitó a toda la clase. A los treinta y seis.
        Mamá estudió con extraña tristeza esa invitación hecha a mano. De pronto
anunció:
- Bueno, tú irás. Mañana iré a comprar el regalo.
        Yo no podía creerlo. ¡Mamá nunca me había obligado a ir a una fiesta! Eso me mataría, sin duda. Pero no hubo ataque de histeria que la hiciera cambiar de opinión.
        Llegó el sábado. Mamá me sacó de la cama para que envolviera el regalo. Un bonito juego de peine, espejo y cepillo, de color rosa perlado, que había
comprado por menos de tres dólares. Luego me llevó al cumpleaños en su viejo automóvil amarillo.
        Ruth abrió la puerta y me guió por la escalera más empinada y peligrosa que yo había visto jamás. Cruzar la puerta fue un verdadero alivio; los pisos de madera relumbraban en la sala llena de sol. Los muebles eran viejos, pero estaban recubiertos por fundas impecables.
        En la mesa vi la torta más grande de mi vida. Estaba decorada con nueve
velas rosadas, un "Feliz Cumpleaños Ruthie" bastante desmañado y algo que
parecían pimpollos de rosa. Rodeaban la torta treinta y seis tazas llenas de
chocolate casero, cada una con su nombre.
        "No será tan horrible una vez que lleguen los otros", me dije. Y pregunté a Ruth:
-¿Dónde está tu mamá?
        Ella bajó la vista al suelo.
- Bueno, está medio enferma.
- Ah. ¿Y tu papá?
- Se fue.
        Luego se hizo un silencio; sólo se oían algunas toses carrasposas detrás de una puerta cerrada. Pasaron quince minutos. Luego, diez más. De pronto comprendí la horrible verdad. No vendría nadie. ¿Cómo escapar de allí? En medio de mi autocompasión oí unos sollozos apagados. Al levantar la vista me encontré con la cara de Ruth, surcada de lágrimas. De inmediato, mi corazón de niña se llenó de simpatía hacia Ruth y de ira contra mis treinta y cinco compañeros egoístas.
        Me levanté de un salto, plantando en el suelo los zapatos de charol blanco,
y proclamé a todo pulmón.
-¿Para qué queremos a los otros?
        La expresión sobresaltada de Ruth se convirtió en entusiasmado acuerdo. Allí estábamos. Dos niñas de ocho años con una torta de tres pisos, treinta y seis tazas de chocolate, helado, litros y litros de refresco rojo, tres docenas de artículos de cotillón, juegos a jugar, premios a ganar.
         Empezamos por la torta. Como no encontrábamos ningún fósforo y Ruthie (había dejado de ser Ruth) no quería molestar a su mamá, nos limitamos a fingir que las encendíamos. Le canté el “Feliz Cumpleaños” en tanto ella pedía un deseo y apagaba de un soplido las velas imaginarias.
        En un abrir y cerrar de ojos llegó el mediodía y mamá hizo sonar su bocina frente a la casa. Después de recoger todos mis recuerdos y de dar mil
gracias a Ruthie, volé al auto burbujeando de alegría.
- ¡Gané todos los juegos! Bueno, la verdad es que Ruthie ganó el de ponerle la cola al burro, pero dijo que la del cumpleaños no podía llevarse los premios, así que me lo cedió. Y repartimos las cosas de cotillón, la mitad para cada una. Le encantó el juego de tocador, mamá. Yo era la única. ¡La única de todo el tercer grado! Y no veo la hora de decirles a los otros que se perdieron una fiesta estupenda.
        Mamá detuvo el coche junto al cordón y me abrazó con fuerza.
- ¡Estoy orgullosa de ti! - me dijo, con lágrimas en los ojos.
        Ese día descubrí que una sola persona puede cambiar las cosas. Yo había
cambiado por completo el noveno cumpleaños de Ruthie. Y mamá había cambiado mi vida por completo.

EL MEJOR MAÍZ
Un reportero le pregunta a un agricultor:
-¿Puede usted divulgar el secreto de su maíz que año tras año gana el concurso al mejor producto?
-Se debe a que comparto mi semilla con los vecinos.
-¿Por qué comparte su mejor semilla de maíz con los vecinos, si usted y ellos también entran al mismo concurso año tras año?
-Verá usted, señor. El viento lleva el polen del maíz maduro de un sembrado a otro. Si mis vecinos cultivaran un maíz de calidad inferior, la polinización cruzada degradaría constantemente la calidad de mi maíz. Si voy a sembrar buen maíz, debo ayudar a que mi vecino también lo haga.


Lo mismo es con las situaciones de nuestra vida. Quien quiera lograr el éxito, debe ayudar a que su compañero también tenga éxito. Quien decida vivir bien, debe ayudar a que los demás vivan bien. Y quien opte por ser feliz, debe ayudar a que otros encuentren la felicidad.
Porque el valor de una vida se mide por las vidas que toca. Y porque el bienestar de cada uno se halla unido al bienestar de todos.

EL PLACER DE SERVIR
(Gabriela Mistral)
Toda naturaleza es un anhelo de servicio.
Sirve la nube, sirve el viento, sirve el surco.
Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú;
Donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú;
Donde haya un esfuerzo que todos esquivan, acéptalo tú.
Sé el que aparta la piedra del camino, el odio entre los corazones y las dificultades del problema.
Hay una alegría del ser sano y la de ser justo, pero hay, sobre todo, la hermosa, la inmensa alegría de servir.
Qué triste sería el mundo si todo estuviera hecho, si no hubiera un rosal que plantar, una empresa que emprender.
Que no te llamen solamente los trabajos fáciles.
¡Es tan bello hacer lo que otros esquivan!
Pero no caigas en el error de que sólo se hace mérito con los grandes trabajos; hay pequeños servicios que son buenos servicios: ordenar una mesa, ordenar unos libros, peinar una niña.
Aquel que critica, éste es el que destruye, tu sé el que sirve.
El servir no es faena de seres inferiores.
Dios que da el fruto y la luz, sirve. Pudiera llamarse así: “El que Sirve”.
Y tiene sus ojos fijos en nuestras manos y nos pregunta cada día: ¿Serviste hoy? ¿A quién? ¿Al árbol, a tu amigo, a tu madre?

JUAN PABLO II Y LA NIÑA JUDÍAAgregar a mi carpeta
Edith Tsirer, ciudadana israelí residente en Haifa, fue salvada de niña en 1945, por el entonces sacerdote Karol Wojtyla, apenas salió del campo de concentración nazi en Polonia.
"Ya entonces estaba claro que era una persona especial. Para mí, fue como un ángel. Y me alegra y alivia haber podido, años después, agradecerle personalmente. Ahora, lloro su muerte".
Así cuenta a la BBC esta mujer judía, de 73 años, convencida de que si no hubiera sido por la ayuda que recibiera de niña, a los 13 años, del sacerdote que se convirtió más tarde en el Papa Juan Pablo II, hoy no estaría con vida.
En 1945 fue liberada del campo de concentración y estaba sola en el mundo, habiendo perdido -sin saberlo con certeza- a toda su familia. Logró llegar a una pequeña aldea, aún vestida con la ropa a rayas de prisionera, pero nadie le ofrecía ayuda.

"Él me dio fuerzas para vivir"
"De repente aparece una figura de un sacerdote católico, con una sotana marrón, apuesto. En ese entonces él tenía 25 años. Me preguntó porqué estaba así sentada y dije que no puedo pararme. Desapareció y me trajo un vaso de té con un platillo abajo, tras años en los que yo comía de una vasija herrumbrada encadenada a mi mano. Y me trajo enormes trozos de pan con queso. ¿Te imaginas? Es como si hoy me trajeran un plato de oro con las tortas más sabrosas del mundo".
Minutos después le dijo que sería mejor irse de allí y tratar de llegar a Cracovia. "Extendió sus manos y me las dio para que me apoye, pero yo me caí. Hacía días que no me movía. Mis piernas no me sostenían. Entonces él me cargó sobre sus espaldas. Era robusto, con aspecto de atleta. Así me llevó más de cuatro kilómetros en la nieve". Era el sacerdote Karol Wojtyla.
"Él me dio fuerzas para vivir. Yo no pensé ni por un momento que estaba con un sacerdote, sino simplemente con un ser humano, con un ángel que Dios me había enviado. No pensé que esa era una persona normal, que carga una niña llena de piojos, sucia, rapada, de 29 kilos, fea, y la ayuda como él me ayudó. Fue un milagro. Era como si Dios hubiese bajado del cielo".
En 1978, cuando el Cardenal Wojtyla fue electo Papa, Edith estaba sola en su casa en Haifa al leer la noticia y reconocer tanto la foto como los datos biográficos publicados. "Me caí de la silla, me desmayé. Pero la verdad, me pareció muy lógico".

Se reencontró con el Papa en 1997
Recién en 1997 entabló contacto epistolar con el Vaticano y meses después fue recibida allí por el Papa.
"Yo no me arrodillé ni le besé el anillo, y él simplemente con sus dos manos, me tomó la mano. Él sabía que yo estaba allí. Le dije que había venido especialmente de Israel para agradecerle por haberme salvado en 1945. El encuentro fue corto pero hice lo que quería hacer, verlo personalmente, tomar su mano y agradecerle".
En marzo del 2000, Juan Pablo II visitó Israel. Y al llegar al Museo Recordatorio del Holocausto, Yad Vashem, en Jerusalén, (Edith, como él la conocía) era una de los seis sobrevivientes que le esperaban (cada uno simbolizando a uno de los seis millones de judíos asesinados por los nazis). "A mi lado se detuvo largo tiempo y yo le dije que me emocionaba mucho volver a verle. Él me tomó la mano y me abrazó".
Hace pocos meses, como en todos los últimos años, Edith recibió una tarjeta de Navidad del Papa. "Me escribió en polaco, como siempre, en una letra muy difícil de leer. Se notaba que le temblaba la mano. Cuando recibí esa tarjeta, me dije que esa, seguramente, era la última vez".

 

LA HISTORIA DE CLAUDIO
Un día, cuando ingresé en la secundaria, vi a un chico de mi clase caminando hacia su casa desde la escuela. Su nombre era Claudio y estaba cargando todos sus libros.
Pensé, ¿por qué alguien trae todos sus libros a casa un viernes? ¡Debe ser un traga infernal. Tenía planeado un gran fin de semana (una fiesta y un partido de fútbol mañana a la mañana), así que sólo me encogí de hombros y seguí mi camino.
Mientras caminaba, vi a un grupo de chicos corriendo hacia Claudio. Le tiraron los libros que cargaba y lo empujaron para que se cayera al suelo. Sus anteojos salieron volando y vi cómo cayeron en el pasto a unos tres metros de él. Miró hacia arriba y noté una terrible tristeza en sus ojos. Mi corazón se volcó hacia él. Corrí hacia él y mientras se arrastraba hacia sus anteojos, vi lágrimas en sus ojos.
Mientras le entregaba sus anteojos, le dije:
- Esos tipos son unos idiotas. Deberían ocuparse en algo.
Me miró y dijo:
- ¡Oye, gracias!
Había una enorme sonrisa en su cara. Era una de esas sonrisas que mostraba auténtica gratitud. Le ayudé a recoger sus libros y le pregunté donde vivía. Resultó que vivía cerca de mi casa, así que le pregunté porqué nunca lo había visto en el vecindario. Dijo que antes había ido a una escuela privada (yo nunca me había juntado con un chico de una escuela privada).
Hablamos en el camino a casa. Resultó ser un chico muy agradable. Lo invité a jugar fútbol conmigo y mis amigos el sábado a la mañana y aceptó.
Pasamos juntos el fin de semana y mientras más lo conocía, más me agradaba. Mis amigos pensaban igual.
Llegó la mañana del lunes y allí estaba Claudio de nuevo con su enorme montón de libros. Lo detuve y le dije que si continuaba así, iba a conseguir muy buenos músculos. Él simplemente se rió, y me pasó la mitad de los libros.
Durante los siguientes cuatro años, Claudio y yo nos convertimos en los mejores amigos. Cuando terminamos la secundaria, Claudio y yo fuimos a universidades diferentes. Yo sabía que siempre seríamos amigos y que la distancia nunca sería un problema. Él decidió convertirse en doctor y yo conseguí una beca para estudiar Administración de Empresas. Yo bromeaba todo el tiempo con que él era un traga. Incluso, se recibió con uno de los mejores promedios de la universidad.
Claudio se estaba preparando para dar el discurso del día de graduación, al cual me invitó. Me alegró no tener que ser yo el que tuviera que pasar al frente y hablar.
El día de la graduación, Claudio lucía fantástico. Incluso se veía bien con anteojos. Habitualmente tenía más citas que yo y las chicas lo amaban. Bueno, algunas veces estaba realmente celoso de él. Este era un día en que él estaba nervioso. Así que le di una palmada en la espalda y le dije:
- Oye, amigo, vas a estar genial.
Me miró con una expresión de agradecimiento, sonrió y dijo:
- ¡Gracias!
Cuando empezó su discurso, aclaró su garganta, y dijo:
- La graduación es el momento de agradecer a aquellos que nos ayudaron a lograrlo a través de esos años difíciles; nuestros padres, nuestros maestros, nuestros hermanos, tal vez un entrenador... pero más que nada, a los amigos. Estoy aquí para decirles que ser "Amigo" es el mejor regalo que le pueden hacer a una persona. Les voy a contar una historia - prosiguió - (Yo miraba incrédulamente a mi amigo mientras contaba la historia del día en que nos conocimos).
        Había planeado suicidarse ese fin de semana, dijo. Nos contó acerca de como había vaciado su casillero para que su mamá no tuviera que hacerlo después, y estaba llevando sus cosas a la casa. Me miró profundamente y me regaló una sonrisa.
- Gracias a Dios, fui salvado, mi amigo me salvó de hacer lo indecible.
        Oí una exclamación de la multitud, mientras este guapo y popular muchacho nos comentó acerca de su momento de debilidad. Yo vi a sus padres mirándome y sonriendo agradecidamente. Hasta ese momento no me di cuenta de la profundidad de esto.

Nunca subestimes el poder de tus acciones. Con un pequeño gesto puedes cambiar la vida de una persona.

LA VENDEDORA DE MANZANAS
Un grupo de vendedores fue a una convención de ventas. Todos le
habían prometido a sus esposas que llegarían a tiempo para cenar el viernes por
la noche. Sin embargo, la convención terminó un poco tarde, y llegaron
retrasados al aeropuerto. Entraron todos con sus boletos y portafolios,
corriendo por los pasillos. De repente, y sin quererlo, uno de  los vendedores
tropezó con una mesa que tenía una canasta de manzanas. Las manzanas salieron volando por todas partes. Sin detenerse ni mirar para atrás, los vendedores siguieron corriendo, y apenas alcanzaron a subirse al avión. Todos menos uno.
Éste  se detuvo,  respiró hondo, y experimentó un sentimiento de compasión por la  dueña del puesto de manzanas. Le dijo a sus amigos que siguieran sin él y le pidió a uno de ellos que al llegar llamara a su esposa y le explicara que  iba a llegar en un vuelo más tarde.
Luego regresó al lugar y se encontró con todas las manzanas tiradas por el suelo. Su sorpresa fue enorme, al darse cuenta de que la dueña del puesto era una niña ciega. La encontró llorando, con lágrimas en sus mejillas. Tanteaba el piso, tratando en vano de recoger las manzanas, mientras la multitud pasaba, vertiginosa,  sin detenerse, sin importarle su desdicha.
El hombre se arrodilló con ella, juntó las manzanas, las metió en la
canasta y la ayudó a montar el puesto nuevamente. Mientras lo hacía, se dio
cuenta de que varias manzanas se habían golpeado y estaban magulladas. Las  tomó y las puso en otra canasta. Cuando terminó, sacó su cartera y le dijo a la niña:
"Toma, por favor, estos cincuenta pesos por el daño que hicimos. ¿Estás bien?" Ella, llorando, asintió con la cabeza. Él continuó, diciéndole, "Espero no haber arruinado tu día".
Conforme el vendedor empezó a alejarse, la niña le gritó: "Señor...". Él se detuvo y se dio vuelta. Ella continuó: "¿Es usted Jesús...?”
Él se paró en seco y dio varias vueltas, antes de dirigirse a abordar otro vuelo, con esa pregunta quemándole y vibrando en su alma: "¿Es usted Jesús?"
           
Y a ti, ¿la gente te confunde con Jesús? Porque eso sería gratificante, ¿no es así? Parecernos tanto a Jesús, que la gente no pueda distinguir la diferencia.

 

LA HEROÍNA QUE SALVÓ A 2.500 NIÑOS
Por Ignacio Temiño (De www.elmundo.es)

En plena II Guerra Mundial, durante la ocupación de Polonia, una mujer le plantó cara a los nazis y logró salvar a 2.500 niños judíos. Ni la Gestapo ni sus torturas consiguieron que Irena Sendler desvelara dónde estaban los pequeños. Hoy, vive en un asilo de Varsovia, donde recibe al periodista de Magazine.


Hoy. La intrépida heroína, a sus 97 años.
Hoy. La intrépida heroína, a sus 97 años.


La historia de Irena Sendler está repleta de heroísmo con proporciones casi míticas. Sin embargo, ha estado extraviada entre los pliegues del tiempo durante más de medio siglo. Desconocida y oculta de manera inexplicable para la mayoría de la gente, como un tesoro antiguo esperando a ser descubierto. Pero las luces de Hollywood se proponen ahora que todo el mundo conozca la vida de esta trabajadora social polaca, que durante la ocupación alemana de su país salvó la vida de 2.500 niños judíos, sacándolos a escondidas del gueto de Varsovia frente a las mismísimas narices de las tropas nazis.
        Si tomamos como referencia La lista de Schindler, donde Steven Spielberg contó la vida de Oscar Schindler, el industrial alemán que evitó la muerte de 1.000 judíos en los campos de concentración, el éxito de la producción cinematográfica parece asegurado. El filme de Spielberg, aclamado por la crítica, consiguió siete Oscar en 1993.
        Mientras la figura de Oscar Schindler era aclamada por medio mundo, Irena Sendler seguía siendo una heroína desconocida fuera de Polonia y apenas reconocida en su país por algunos historiadores, ya que los años de oscurantismo comunista habían borrado su hazaña de los libros de historia oficiales. «Además, ella nunca contó a nadie nada de su vida durante la II Guerra Mundial, era muy discreta y se limitaba a hacer su trabajo y a ayudar a la gente», explica Anna Mieszkwoska, autora de la biografía de Irena, La madre de los niños del Holocausto.
        Sin embargo, en 1999, su historia empezó a conocerse. Y fue, curiosamente, gracias a un grupo de alumnos de un instituto americano de Pittsburg (Kansas) y a su trabajo de final de curso sobre los héroes del Holocausto. En su investigación dieron con algunas referencias sobre Irena Sendler en revistas especializadas y con un dato asombroso: había salvado la vida de 2.500 niños. «¿Cómo es posible que apenas haya información sobre una persona así?», se preguntaron entonces los estudiantes, cuya curiosidad crecía según encontraban más datos y testimonios.
        Pero la gran sorpresa llegó cuando, tras buscar el emplazamiento de la tumba de Irena, descubrieron que no existía porque ella aún vivía y, de hecho, todavía vive. Hoy es una anciana de 97 años que reside en un asilo del centro de Varsovia, en una habitación luminosa donde nunca faltan los ramos de flores y las tarjetas de agradecimiento, que llegan diariamente desde todo el mundo.
Secuelas de las torturas.
        «Tenga cuidado, el que visita a mi madre acaba llorando», me advierte con una sonrisa Janina, la hija de Irena, antes de que entre a saludar a su madre. Dejo mi ramo de flores junto a su mesita de noche y paso los primeros cinco minutos de mi vida junto a una heroína de carne y hueso. «Yo no hice nada especial, sólo hice lo que debía, nada más», dice irritada con un hilillo de voz que se escapa a través de la ventana. Irena apenas existe físicamente, lleva años encadenada a su silla de ruedas, en parte debido a las lesiones que arrastra tras las torturas a las que fue sometida por la Gestapo durante la guerra, cuando descubrieron que sacaba escondidos a niños judíos del gueto. «Le rompieron los pies y las piernas, pero no lograron que les revelase el paradero de los niños que había escondido ni la identidad de sus colaboradores», explica la biógrafa.
        Irena Sendler fue siempre una mujer de gran coraje, muy influida por su padre, un médico rural que murió cuando ella tenía sólo 7 años. De él siempre recordaría dos reglas que siguió a rajatabla a lo largo de toda su vida. La primera: que a la gente se la divide entre buenos y malos sólo por sus actos, no por sus posesiones materiales; y la segunda: a ayudar siempre a quien lo necesitase.
        Así la pequeña Irena se hizo mayor y comenzó a trabajar en los servicios sociales del ayuntamiento de Varsovia, al tiempo que se unía al Partido Socialista Polaco. Corrían los años 30 y destacaba en los proyectos de ayuda a pobres, huérfanos y ancianos. «Ella era de izquierdas, sí, pero de una izquierda que ya no existe, preocupada por las personas y por su bienestar», apunta su biógrafa, quien asegura que a pesar de ello siempre se situó bastante lejos de la política activa.
        En 1939 Alemania invadió Polonia y el trabajo de Irena se hizo más necesario en los comedores sociales, donde también se entregaban ropas y dinero a las familias judías, inscribiéndolas con nombres católicos falsos para evitar las suspicacias de los soldados alemanes.
        Pero todo cambió en 1942, cuando las deportaciones se hicieron más frecuentes y los nazis encerraron a todos los judíos de Varsovia, unos 400.000, en un área acotada de la ciudad y rodeada por un muro. El gueto fue la tumba para miles y miles de personas, que morían diariamente por inanición o enfermedades. Irena estaba horrorizada y, como muchos polacos, decidió que había que actuar para evitar la barbarie que asolaba las calles de la capital. Consiguió un pase del departamento de Control Epidemiológico de Varsovia para poder acceder al gueto de forma legal», explica Anna. Allí entraba diariamente a llevar comida y medicinas, «siempre portando un brazalete con una estrella de David como símbolo de solidaridad y para no llamar la atención de los nazis».
        Una vez dentro, la joven trabajadora social entendió que el objetivo del gueto era la muerte de todos los judíos y que era urgente sacar al menos a los niños más pequeños para que tuviesen la oportunidad de sobrevivir. Fue así como comenzó a evacuarlos de todas las formas imaginables. Dentro de ataúdes, en cajas de herramientas, entre restos de basura, como enfermos de males muy contagiosos…, cualquier sistema era válido si conseguía sacar a los pequeños del infierno. Otra manera era a través de una iglesia con dos accesos, uno al gueto y otro secreto al exterior. Los niños entraban como judíos y salían al otro lado bendecidos como nuevos católicos.
        La actividad de Irena era frenética, igual que el riesgo diario a ser descubierta por los soldados alemanes. «No hice todo lo que pude, podría haber hecho más, mucho más y haber salvado así a más niños», sigue lamentándose hoy día.
Separar a los hijos.
        Irena aún recuerda con amargura los momentos en que tenía que separar a los padres de los hijos. Sabían que nunca más se volverían a ver y la arrinconaban entonces con preguntas y deseos de condenado. «Por favor, asegúrame que vivirá, que tendrá un buen hogar», insistían las madres, presas de la desesperación entre los llantos de sus hijos. «Ella también era madre y sentía ese dolor tan profundo como si fuese suyo, de hecho todavía lo siente y sufre con esos recuerdos», afirma Anna Mieszkwoska.
        Pero, ¿qué impulsaba a una joven madre como Irena a arriesgarse de esa manera? ¿Por qué lo hacía? «Se lo he preguntado cientos de veces. Ella simplemente lo hacía porque tiene un corazón inmenso, no hay nada más», explica su biógrafa, quien asegura que ni siquiera existían motivaciones políticas o religiosas.
        Una vez fuera del horror, era necesario elaborar documentos falsos para los niños, darles nombres católicos y trasladarlos a un lugar seguro, normalmente monasterios y conventos, donde los religiosos siempre tenían las puertas abiertas para los niños del Gueto.
        Irena apuntaba entonces en pedazos de papel las verdaderas identidades de los pequeños y sus nuevas ubicaciones, y luego enterraba las notas dentro de botes y frascos de conserva bajo un gran manzano en el jardín de su vecino, frente a los barracones de los soldados alemanes. Allí aguardó, sin que nadie lo sospechase, el pasado de los 2.500 niños de Gueto hasta que los nazis se marcharon.
        Ni siquiera las torturas de la Gestapo lograron que revelase jamás el lugar en el que estaban ocultas ni las personas que colaboraban con ella. Tampoco los meses que pasó en la terrorífica prisión de Pawlak, bajo el atento cuidado de los carceleros alemanes, quebraron su silencio. No dijo ni una palabra cuando la condenaron a muerte, una sentencia que nunca se cumplió porque, camino del lugar de ejecución, el soldado la dejó escapar. La resistencia le había sobornado. No podían permitir que Irena muriese con el secreto de la ubicación de los niños. Así fue como pasó a la clandestinidad y, aunque oficialmente figuraba como ejecutada, en realidad permaneció escondida hasta el final de la guerra participando activamente en la resistencia.
        Con el final del conflicto se desenterraron los 2.500 botes escondidos bajo el manzano, y los 2.500 niños rescatados del gueto recuperaron sus identidades olvidadas. La gran mayoría había perdido a sus padres, así que muchos fueron enviados con otros familiares o se quedaron con familias polacas, pero todos conservaron a lo largo de su vida un agradecimiento infinito a Irena Sendler. Tras los nazis llegó el comunismo y la aventura de Irena quedó olvidada entre las nuevas doctrinas. Ella, que ya tenía dos hijos, volvió a ser trabajadora social y a su vida tranquila, sólo truncada por las pintadas, en la puerta de su apartamento, en las que le acusaban con necedad de ser «amiga de los judíos» o la llamaban la «madre de judíos». Ella callaba y nunca contaba nada de su pasado «por una mezcla de modestia y de temor a que le pudiera acarrear algún problema, comenta su hija, Janina, quien asegura que aún hoy mantiene secretos y vive como si estuviese en medio de una oscura conspiración.
        Cuando en 1999 los estudiantes de Kansas se toparon con su historia, se quedaron estupefactos. Estaban frente a una auténtica heroína prácticamente desconocida, así que decidieron escribir una obra de teatro sobre ella. Se escenificó en iglesias y salones sociales de la comarca, asombrando y emocionando a todos los que tuvieron la oportunidad de verla. Uno de estos asistentes fue un profesor judío quien, impresionado, ayudó a los escolares a cumplir su deseo: ir a verla a Varsovia y agradecerle lo que había hecho por la Humanidad. Les dio un cheque de 7.000 dólares y les hizo una petición: «Contadme todo con pelos y señales a vuestra vuelta».
        A partir de ese momento los reconocimientos y las visitas fueron aumentando considerablemente. La llegada de periodistas extranjeros, los cumplidos oficiales, agradecimientos de todo el mundo, las visitas desde Hollywood y, finalmente, la nominación para el premio Nobel, propuesta hace unos meses por el presidente polaco Lech Kaczynski con el apoyo de la Organización de Supervivientes del Holocausto.
        Mientras, todos se preguntan cómo es posible que esta historia haya permanecido tantos años en el olvido y oculta, pese a las veces que se ha tratado el tema del Holocausto y de las personas que lo protagonizaron. Incluso sus amigas le recriminaban que nunca les contara nada sobre su heroísmo y sus hazañas de juventud. Sin embargo, ella sigue sonriendo en su silla de ruedas y enfadándose cuando alguien se atreve a decir que es una heroína. Porque Irena Sendler afirma que no es una heroína, sino que sólo se limitó a cumplir con su deber.

MÁNDAME A ALGUIEN PARA AMAR
(Beata Teresa de Calcuta)

Señor,
cuando tenga hambre, dame a alguien que necesite comida;
cuando tenga sed, mándame a alguien que necesite agua;
cuando tenga frío, mándame a alguien que necesite calor;
cuando tenga un disgusto, mándame a alguien que necesite un consuelo;
cuando mi cruz se haga pesada, hazme compartir la cruz del otro;
cuando esté pobre, ponme cerca de alguien necesitado;
cuando me falte tiempo, dame a alguien que necesite unos minutos míos;
cuando sufra una humillación, dame ocasión de alabar a alguien;
cuando esté desanimado, mándame a alguien a quien tenga que dar ánimos;
cuando sienta necesidad de la comprensión de los demás, mándame a alguien que necesite la mía;
cuando sienta necesidad de que me cuiden, mándame a alguien a quien tenga que cuidar;
cuando piense en mí mismo, atrae mi atención hacia otra persona.

Haznos dignos, Señor, de servir a nuestros hermanos
que viven y mueren pobres y hambrientos en este mundo de hoy.
Dales, a través de nuestras manos, el pan de cada día,
y dales, gracias a nuestro amor comprensivo, paz y alegría.

UN ACTO DE BONDAD PARA UN CORAZÓN PARTIDO
(Meladee McCarty)

- Mamá, ¿qué estás haciendo? -preguntó Susi.
- Estoy haciendo un budín para nuestra vecina, la Sra. Smith.- respondió su madre.

- ¿Por qué? -volvió a preguntar Susi, quien tenía sólo seis años.

-  Porque  la  Sra. Smith  está muy triste; ella perdió a su hija y está con el corazón partido.  Nosotros necesitamos cuidar de ella un poco.

- ¿Por qué, mamá?

-  Mirá, Susi, cuando alguien está muy triste, no consigue hacer pequeñas cosas como preparar la cena u otros quehaceres.  Como somos parte de una comunidad y la Sra. Smith es nuestra vecina,  nosotros necesitamos hacer algunas cosas para ayudarla. La Sra. Smith ya no podrá hablar más con su hija o abrazarla o hacer todas aquellas cosas maravillosas que las madres y las hijas hacen juntas.  Vos sos una niña muy despierta, Susi; tal vez pienses en alguna manera de ayudar a cuidar de la Sra. Smith.
   
    Susi  pensó seriamente sobre este desafío y en cómo podría hacer su parte para ayudar a la Sra. Smith. Pocos minutos después, Susi tocó a la puerta de su vecina.  Después de algunos instantes, la Sra. Smith atendió a los golpecitos.

-¡Hola, Susi!
   
    Susi  observó que la Sra. Smith no tenía aquella voz que ella conocía, ni aquel modo casi musical cuando estaba con alguien.  La Sra. Smith parecía, también, haber llorado porque sus ojos estaban mojados e hinchados.

- ¿Qué puedo hacer por vos, Susi? - preguntó la Sra. Smith.

-  Mi madre dice que usted perdió a su hija y está muy triste, con el corazón partido.
   
    Susi tímidamente estiró su mano.  Era una curita.

- Esto es para su corazón partido.
   
    La  Sra.  Smith se atragantó, emocionada.  Se arrodilló y, abrazando a Susi entre lágrimas, le dijo:

- Gracias, querida, esto ayudará mucho.  
     La Sra. Smith aceptó el acto de bondad de Susi y dio un paso más.  Ella compró un pequeño llavero con un pequeño portarretratos, de esos llaveros pensados para cargar llaves y, al mismo tiempo, exhibir orgullosamente un retrato de alguien querido.
   
    La  Sra.  Smith  colocó la curita de Susi en el portarretratos para acordarse de curarse cada vez que lo viera.
   
    Ella sabía que la cura exigiría tiempo y apoyo.
   
    Aquel llavero se transformó en su símbolo de curación, al no olvidarse de la alegría y del amor que experimentó con su hija...
   
    Un  simple  gesto  de  bondad,  hecho con sinceridad, puede ayudar mucho a quien necesita de cariño y atención.  No dejes de hacer tu parte. Aunque sea ofreciendo una curita...


UN CIEGO CON LUZ

Había una vez, hace cientos de años, en una ciudad de Oriente, un hombre que una noche caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida. La ciudad era muy oscura en las noches sin luna, como en este caso.

En determinado momento, se encuentra con un amigo. El amigo lo mira y de pronto lo reconoce. Se da cuenta de que es Guno, el ciego del pueblo. Entonces, le dice:

“¿Qué hacés Guno, vos ciego, con una lámpara en la mano? Si vos no ves.”

Entonces, el ciego le responde:
“Yo no llevo la lámpara para ver mi camino. Yo conozco la oscuridad de las calles de memoria. Llevo la luz para que otros encuentren su camino cuando me vean a mí. No sólo es importante la luz que me sirve a mí, sino también la que yo uso para que otros puedan también servirse de ella.”

Cada uno de nosotros puede alumbrar el camino para uno y para que sea visto por otros, aunque uno aparentemente no lo necesite. Alumbrar el camino de los otros no es tarea fácil. Muchas veces, en vez de alumbrar, oscurecemos mucho más el camino de los demás. ¿Cómo? A través del desaliento, la crítica, el egoísmo, el desamor, el odio, el resentimiento.

¡Qué hermoso sería sí todos ilumináramos los caminos de los demás! Sin fijarnos si lo necesitamos o no. Llevar luz y nooscuridad. Si toda la gente encendiera una luz, el mundo entero estaría iluminado y brillaría día a día con mayor intensidad.

Todos pasamos por situaciones difíciles a veces; todos sentimos el peso del dolor en determinados momentos de nuestras vidas; todos sufrimos en algunos momentos... lloramos en otros... Pero no debemos proyectar nuestro dolor cuando alguien desesperado busca ayuda en nosotros.

No debemos exclamar como es costumbre: “La vida es así”, llenos de rencor, de odio. Al contrario, ayudemos a los demás sembrando esperanza en ese corazón herido.

Nuestro dolor es y fue importante pero se minimiza si ayudamos a otros a soportarlo, si ayudamos a otro a sobrellevarlo. Demos luz. Tenemos en el alma el motor que enciende cualquier lámpara, la energía que permite iluminar en vez de oscurecer.

Está en nosotros saber usarla. Está en nosotros ser Luz y ayudar a que los demás no vivan en las tinieblas.