Autoestima
“Para vencer un peligro, salvar de cualquier abismo, por experiencia lo afirmo: más que el sable y que la lanza,
suele servir la confianza que el hombre tiene en sí mismo.”
(“Martín Fierro”, José Hernández)
ALÁBATE A TI MISMO
(San Agustín)
Si tú alabas las obras de Dios, entonces debes alabarte también a ti mismo
pues tú también eres una obra de Dios.
Mira como puedes alabarte a ti mismo y no ser soberbio. Alaba no a ti mismo, sino a Dios que está en ti.
Alaba no porque eres esto o tal tipo de persona, sino porque Dios te ha creado; no porque eres capaz de hacer esto o aquello, sino porque él obra en ti y a través tuyo.
¿CUÁNTO VALE UN BILLETE DE 50 DÓLARES?
Alfredo, con el rostro abatido de pesar se reúne con su amiga Marisa en un bar a tomar un café. Deprimido descargó en ella sus angustias...que el trabajo, que el dinero, que la relación con su pareja, que su vocación...todo parecía estar mal en su vida.
Marisa introdujo la mano en su cartera, sacó un billete de 50 dólares y le dijo:
- Alfredo, ¿quieres este billete?
Alfredo, un poco confundido al principio, inmediatamente le dijo:
- Claro, Marisa...son 50 dólares, ¿quién no los querría?
Entonces Marisa tomó el billete en uno de sus puños y lo arrugó hasta hacerlo un pequeño bollo. Mostrando la estrujada pelotita verde a Alfredo volvió a preguntarle:
- Y ahora, ¿igual lo quieres?
- Marisa, no sé qué pretendes con esto, pero siguen siendo 50 dólares, claro que los tomaré si me lo entregas.
Entonces Marisa desdobló el arrugado billete, lo tiró al piso y lo restregó con su pie en el suelo, levantándolo luego sucio y marcado.
- ¿Lo sigues queriendo?
- Mira, Marisa, sigo sin entender que pretendes, pero ese es un billete de 50 dólares y mientras no lo rompas conserva su valor...
- Entonces Alfredo, debes saber que aunque a veces algo no salga como quieres, aunque la vida te arrugue o pisotee SIGUES siendo tan valioso como siempre lo hayas sido... Lo que debes preguntarte es CUANTO VALES en realidad y no lo golpeado que puedas estar en un momento determinado.
Alfredo quedó mirando a Marisa sin atinar con palabra alguna mientras el impacto del mensaje penetraba profundamente en su cerebro.
Marisa puso el arrugado billete de su lado en la mesa y con una sonrisa cómplice agregó:
- Toma, guárdalo para que te recuerdes de esto cuando te sientas mal..., pero me debes un billete NUEVO de 50 dólares para poder usar con el próximo amigo que lo necesite.
Le dio un beso en la mejilla a Alfredo -quien aún no había pronunciado palabra- y levantándose de su silla se alejó con su atractivo andar con rumbo a la puerta.
Alfredo volvió a mirar el billete, sonrió, lo guardó en su billetera y dotado de una renovada energía llamó al mozo para pagar la cuenta...
EL ELEFANTE
(Jorge Bucay)
Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. También a mí como a otros, después me enteré, me llamaba la atención el elefante. Durante la función, la enorme bestia hacía despliegue de peso, tamaño y fuerza descomunal... pero después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas a una pequeña estaca clavada en el suelo.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza, podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir. El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene entonces?, ¿por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los grandes. Pregunté entonces a algún maestro, a mi padre, o a algún tío por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado.
Hice entonces la pregunta obvia: -Si está amaestrado... ¿Por qué lo encadenan?
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente.
Con el tiempo me olvidé del misterio del elefante y la estaca... y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho la misma pregunta. Hace algunos años descubrí que por suerte para mí alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta:
"El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy pequeño".
Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo no pudo. La estaca era ciertamente muy fuerte para él. Juraría que se durmió agotado y que al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que seguía...
Hasta que un día, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino. Este elefante enorme y poderoso no escapa porque cree que NO PUEDE.
Él tiene registro y recuerdo de su impotencia. Y lo penoso es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro. Jamás intentó poner a prueba su fuerza otra vez...
Cada uno de nosotros somos un poco como ese elefante: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad. Vivimos creyendo que un montón de cosas "no podemos" simplemente porque alguna vez probamos y no pudimos.
Grabamos en nuestro recuerdo: No puedo... No puedo y nunca podré. Crecimos portando ese mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y nunca más lo volvimos a intentar.
La única manera de saber, es intentar de nuevo poniendo en el intento todo tu corazón.
EL VERDADERO VALOR DEL ANILLO
- Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para
que me valoren más?
El maestro, sin mirarlo, le dijo:
- Cuánto lo siento, muchacho, no puedo ayudarte, debo resolver primero mi propio problema. Quizás después...- Y haciendo una pausa agregó:
-Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar.
- E… encantado, maestro -titubeó el joven pero sintió que otra vez era desvalorizado y sus necesidades postergadas.
- Bien- asintió el maestro. Se quitó un anillo que llevaba en el dedo pequeño de la mano izquierda y dándoselo al muchacho, agregó:
- Toma el caballo que está allí afuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que que obtengas por él la mayor suma posible, pero no aceptes menos de una moneda de oro. Vete antes y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.
El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes. Éstos lo miraban con algún interés, hasta que el joven decía lo que pretendía por el anillo.
Cuando el joven mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le daban vuelta la cara y sólo un viejito fue tan amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era muy valiosa para entregarla a cambio de un anillo. En afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro, y rechazó la oferta.
Después de ofrecer su joya a toda persona que se cruzaba en el mercado -más de cien personas- y abatido por su fracaso, montó su caballo y regresó.
Cuánto hubiera deseado el joven tener él mismo esa moneda de oro. Podría entonces habérsela entregado al maestro para liberarlo de su preocupación y recibir entonces su consejo y ayuda.
Entró en la habitación.
- Maestro -dijo- lo siento, no es posible conseguir lo que me pediste. Quizás pudiera conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.
- Qué importante lo que dijiste, joven amigo –contestó sonriente el maestro-. Debemos saber primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar y vete al joyero. ¿Quién mejor que él, para saberlo? Dile que quisieras vender el anillo y pregúntale cuánto da por él. Pero no importa lo
que ofrezcas, no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.
El joven volvió a cabalgar.
El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo:
- Dile al maestro, muchacho que si lo quiere vender ya, no puedo darle más de 58 monedas de oro por su anillo.
- ¡¿58 monedas?! -exclamó el joven.
- Sí, replicó el joyero- Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de 70 monedas, pero no sé... Si la venta es urgente...
El joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.
- Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo-. Tú eres como este anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte verdaderamente un experto. ¿Qué haces por la vida pretendiendo que
cualquiera descubra tu verdadero valor?
Y diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo pequeño de su mano izquierda.
Todos somos como esta joya, valiosos y únicos, y andamos por los mercados de la vida pretendiendo que gente inexperta nos valore. Recuerda lo mucho que tú vales, aunque quizás algunas personas a tu alrededor no te lo demuestren.
LA MANO DEL MAESTRO
Estaba golpeado y marcado y el rematador en una subasta y pensó que por su escaso valor, no tenía sentido perder demasiado tiempo con el viejo violín, pero lo levantó con una sonrisa.
-¿Cuánto dan por mí, señores? -gritó-, ¿quién empezará a apostar por mí?
-Un dólar, un dólar-, después dos dólares.
-¿Sólo dos?
-Dos dólares y ¿quién da tres?, tres dólares, a la una; tres dólares a las dos; y van tres...
Pero desde el fondo de la sala, un hombre canoso se adelantó y recogió el arco; luego, después de quitar el polvo del violín y estirar las cuerdas flojas, las afinó y tocó una melodía pura y dulce como un coro de ángeles.
Cesó la música y el rematador, con una voz silenciosa y baja dijo:
-¿Cuánto me dan por el viejo violín? y lo levantó en alto con el arco.
-Mil dólares y... ¿quién da dos? -¡Dos mil!, ¿Y quién da tres? Tres mil a la una, tres mil a las dos; y se va y se fue. -dijo.
La gente aplaudía, pero algunos decían: "No entendemos bien, ¿qué cambió su valor?". La respuesta no se hizo esperar: "¡La Mano del Maestro!"
Si nos sentimos poco valiosos, quizás sea el momento de ponernos en manos del Maestro por excelencia: Jesús.
LA PRINCESA Y EL PLEBEYO
Cuentan que una bella princesa estaba buscando consorte. Aristócratas y adinerados señores habían llegado de todas partes para ofrecer sus maravillosos regalos. Joyas, tierras, ejércitos y tronos conformaban los obsequios para conquistar a tan especial criatura.
Entre los candidatos se encontraba un joven plebeyo, que no tenía más riquezas que amor y perseverancia. Cuando le llego el momento de hablar, dijo: "Princesa, te he amado toda mi vida. Como soy un hombre pobre y no tengo tesoros para darte, te ofrezco mi sacrificio como prueba de amor. Estaré cien días sentado bajo tu ventana, sin más alimentos que la lluvia y sin más ropas que las que llevo puestas... Esa es mi dote..."
La princesa, conmovida por semejante gesto de amor, decidió aceptar: "Tendrás tu oportunidad. Si pasas la prueba, me desposaras". Así pasaron las horas y los días. El pretendiente estuvo sentado, soportando los vientos, la nieve y las noches heladas. Sin pestañear. Con la vista fija en el balcón de su amada, el valiente vasallo siguió firme en su empeño, sin desfallecer un momento. De vez en cuando, la cortina de la ventana real dejaba traslucir la esbelta figura de la princesa, la cual, con un noble gesto y una sonrisa, aprobaba la faena.
Todo iba a las mil maravillas. Incluso algunos optimistas habían comenzado a planear los festejos. Al llegar el día noventa y nueve, los pobladores de la zona habían salido a animar al próximo monarca. Todo era alegría y jolgorio, hasta que de pronto, cuando faltaba una hora para cumplirse el plazo, ante la mirada atónita de los asistentes y la perplejidad de la infanta, el joven se levantó y sin dar explicación alguna, se alejó lentamente del lugar.
Unas semanas después, mientras deambulaba por un solitario camino, un niño de la comarca lo alcanzó y le preguntó a quemarropa: "¿Por qué perdiste esa oportunidad?... ¿Por qué te retiraste?..."
Con profunda consternación y algunas lagrimas mal disimuladas, contestó en voz baja:
"No me ahorró ni un día de sufrimiento... Ni siquiera una hora... No merecía mi amor...".
Amar a otra persona no significa dejar de amarse a uno mismo.
LA VASIJA AGRIETADA
Un cargador de agua de la India tenía dos grandes vasijas que colgaban a los extremos de un palo y que llevaba encima de los hombros. Una de las vasijas tenía varias grietas, mientras que la otra era perfecta y conservaba toda el agua al final del largo camino a pie, desde el arroyo hasta la casa de su patrón, pero cuando llegaba, la vasija rota solo tenía la mitad del agua.
Durante dos años completos esto fue así diariamente, desde luego la vasija
perfecta estaba muy orgullosa de sus logros, pues se sabía perfecta para los
fines para los que fue creada. Pero la pobre vasija agrietada estaba muy
avergonzada de su propia imperfección y se sentía miserable porque solo
podía hacer la mitad de todo lo que se suponía que era su obligación.
Después de dos años, la tinaja quebrada le habló al aguador diciéndole:
"Estoy avergonzada y me quiero disculpar contigo porque debido a mis grietas
solo puedes entregar la mitad de mi carga y sólo obtienes la mitad del valor
que deberías recibir."
El aguador, apesadumbrado, le dijo compasivamente:
"Cuando regresemos a la casa quiero que notes las bellísimas flores que
crecen a lo largo del camino." Así lo hizo la tinaja. Y en efecto vio
muchísimas flores hermosas a lo largo del trayecto, pero de todos modos se
sintió apenada porque al final, sólo quedaba dentro de sí la mitad del agua
que debía llevar.
El aguador le dijo entonces "¿Te diste cuenta de que las flores sólo crecen en
tu lado del camino? Siempre he sabido de tus grietas y quise sacar el lado positivo de ello. Sembré semillas de flores a todo lo largo del camino por donde vas y todos los días las has regado y por dos años yo he podido recoger estas flores para decorar el altar de mi Madre. Si no fueras exactamente como
eres, con todo y tus defectos, no hubiera sido posible crear esta belleza."
Cada uno de nosotros tiene sus propias grietas. Todos somos vasijas agrietadas, pero debemos saber que siempre existe la posibilidad de aprovechar las grietas para obtener buenos resultados.